martes, 31 de marzo de 2020

El Escrúpulo, por Mons Gaume - Índice



En este blog encontrará la transcripción del libro "El Escrúpulo", de Mons Gaume. Es un blog cerrado. No hay más entradas que las que verá a continuación. ¿La razón?  Facilitar la lectura. Se publicaron los capítulos de manera tal que el primer capítulo quedara al comienzo.

(Para más libros en este formato, visite: https://librosenblogs.blogspot.com/2020/04/listado-de-libros.html). 

Luego de la siguiente Nota, tendrá el índice con los links correspondientes, por si quiere seguirlo desde esta primera entrada, y a continuación los datos necesarios de la publicación del libro para su consulta.


Nota necesaria: el libro fue editado en 1985, esto es, previo a la autorización que San Pío X dio para la recibir la Sagrada Comunión diariamente. Por ello, deberá tenerse en cuenta que muchas de las explicaciones que se dan en los capítulos referidos a la Comunión y los escrúpulos, pueden llegar a resultar ajenos a la situación actual de los lectores. Sin embargo, se sugiere no evitar su lectura, a fin de agradecer a Dios por el beneficio de la Comunión diaria, y para llevarnos a reflexionar sobre si nos preparamos bien o no para recibir a Nuestro Señor. 


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Índice


Prólogo
Cap 1 - Naturaleza y causas del escrúpulo
Cap 2 - Causas del escrúpulo (continuación)
Cap 3 - Señales y motivos del escrúpulo - La Confesión - Su primera cualidad
Cap 4 - Segunda cualidad de la confesión
Cap 5 - La sinceridad, tercera cualidad de la confesión - Respuesta a las dificultades
Cap 6 - Respuesta a las dificultades (Continuación)
Cap 7 - Doctrinas consoladoras
Cap 8 - Doctrinas consoladoras (continuación)
Cap 9 - Continuación del precedente
Cap 10 - Otra vez la confesión
Cap 11 - Obediencia al confesor
Cap 12 - Continuación del precedente
Cap 13 - Más sobre los escrúpulos en la confesión y aviso a los confesores.
Cap 14 - Escrúpulo sobre la Comunión
Cap 15 - Continuación del precedente
Cap 16 - Nuevos pretextos para no comulgar
Cap 17 - Continuación del precedente
Cap 18 - Escrúpulos sobre la oración
Cap 19 - Continuación del precedente
Cap 20 - De la tibieza
Cap 21 - Escrúpulos sobre distracciones y tentaciones
Cap 22 - Nuevos escrúpulos sobre las tentaciones
Cap 23 - Utilidad de las tentaciones
Cap 24 - Escrúpulos sobre los pecados e imperfecciones
Cap 25 - No inquietarse por las imperfecciones y pecados
Cap 26 - Continuación del precedente
Cap 27 - Pequeñas virtudes
Cap 28 - Seguridad de la gracia - Signo de gracia habitual
Cap 29 - Pureza del amor a Dios
Cap 30 - Señal de progreso en la perfección
Cap 31 - Consuelo a los penitentes
Cap 32 - Escrúpulos sobre la vocación
Cap 33 - Consuelo a los enfermos y a los que los asisten
Cap 34 - Seguridad y consuelo a la hora de la muerte
Cap 35 - Algunos pensamientos de San Francisco de Sales
Cap 36 - Continuación del precedente
Epílogo


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EL ESCRÚPULO

Pequeño Manual de Dirección para uso de las almas timoratas y de sus confesores.

Según la doctrina de San Francisco de Sales y 
San Alfonso María de Ligorio, 
Doctores de la Iglesia

Por

Monseñor Gaume

Traducido del Francés por el presbítero

Féliz M. Martínez

Profesor en el Seminario de Michoacán

Licencia Eclesiástica
Méjico
Librería Religiosa
Herrero Hermanos, Editores

1895

Prólogo

Entre las enfermedades del alma, una de las más digna de compasión, más difíciles de curar y más dañosas, es el escrúpulo.

Digna de compasión. Se apodera de las mejores almas, transforma la delicadeza de conciencia en pusilanimidad y vanos temores; convierte en esclavos del Sinaí a los hijos del Calvario; lejos de hallar reposo y alegría en el servicio del Buen Maestro que ha dicho: Mi yugo es suave y mi carga ligera, soportan la Religión como una carga, pues todos los deberes que impone son para ellos otras tantas fuentes de tormentos e inquietudes.

Difícil de curar. El carácter propio de esta dolencia es el engaño de sus víctimas. Si se consideraran verdaderamente escrupulosos, presto quedarían sanos; pero lo difícil es convencerles, porque encuentra siempre evasivas para defenderse. “Temo no haberme explicado bien; temo que no me hayan comprendido; temo que me falte la contrición suficiente; temo pecar en todas mis acciones”. ¡Innumerables santos y hábiles confesores han trabajado y trabajan aún sin éxito en este vital asunto!

Muy dañosa. El escrúpulo conduce al disgusto del deber; el disgusto a la relajación; la relajación a la indiferencia; la indiferencia al abandono final no sólo de las prácticas de supererogación, sino aun de las obligaciones más importantes, y acontece a menudo que todo esto termina en la incredulidad o en la locura.

Semejante desgracia es tanto más de temer, cuanto que el escrúpulo, llegando a cierto extremo, abarca el pasado, el presente y el porvenir: el pasado, por el temor de no haber hecho jamás buenas confesiones; el presente, por el temor de pecar en cuanto se piensa, se dice y se hace; el porvenir, por el temor exagerado de perder la vida eterna.

Socorrer a estas pobres almas y recordar a sus confesores la dirección de los maestros más experimentados en los caminos del espíritu, tal es el objeto de esta obra.

Cap 1 – Naturaleza y causas del escrúpulo

Los mundanos imaginan que el escrúpulo es una delicadeza de conciencia que consiste en el temor al pecado verdadero y en evitarlo con diligencia; por eso llaman escrupulosos a los timoratos que se abstienen de ciertas faltas que ellos cometen con toda libertad, y evitan ciertos peligros que ellos afrontan sin temor alguno.

Pero se engañan: el escrúpulo no es, como suponen, la delicadeza de conciencia que evita diligentemente el pecado; es una aprensión vana; se funda en ligeros motivos que llenan de ansiedad la mente, haciéndola temer el pecado donde no existe.

El escrúpulo es como caballo espantadizo que, viendo la sombra de un árbol, de una piedra o de un tronco, se aparta, retrocede, se encabrita, no obedece al freno ni al acicate, como si viese un tigre o un león próximo a devorarlo. Y por esta vana aprensión, caballo y caballero se exponen al peligro real de caer en un precipicio.


Tal es el escrupuloso: espantado por sombras imaginarias, y temiendo sin razón alguna que tal o cual acción, de suyo lícita y honesta, sea pecado grave, se llena de turbación y de inquietud. Dominado por sus agitaciones, no obedece al confesor que le dirige, ni a las personas ilustradas que le aconsejan, ni a los amigos que le reprenden. Y así, por el temor de un pecado aparente, se expone a cometer verdaderos pecados, y aun a precipitarse en el abismo.


El escrúpulo viene de muchas causas. En algunas procede del temperamento. Las complexiones linfáticas, frías y melancólicas son terreno feraz para producir esta suerte de espinos. Los de este temperamento son naturalmente asustadizos y pusilánimes; la menor apariencia de pecado les aterroriza; sombríos y taciturnos, el miedo trueca sus vanas aprensiones en ideas fijas. Necesítase, por tanto, el poder de Dios para libertarlos.


Acontece también que su conturbada imaginación les representa que en todo hay pecado; entonces pierden por completo la paz, y su vida es angustia perpetua y largo martirio.


Estas pobres almas deberían evitar con cuidado sumo los ayunos y las austeridades extremas, la soledad prolongada, el trato con gentes poco instruidas en materia de espíritu o excesivamente timoratas. Si obran de otro modo, perderán el juicio o harán que el confesor lo pierda.


Los escrúpulos que provienen de esta primera causa son difíciles de corregir; como no pueden abandonar su temperamento, estas pobres almas llevan siempre consigo la fuente de sus falsas ideas, sus temores, sutilezas y extravagancias.


El segundo origen de los escrúpulos es el demonio. Este implacable enemigo del género humano busca la manera de perder a los pobres hijos de Adán, tendiéndonos un doble lazo: la presunción y la desconfianza. En los unos, ensanchando la conciencia, destruye insensiblemente el sentido moral, arroja a manos llenas semillas de incredulidad desastrosa.


Perdida o debilitada la Fe, la conciencia carece de todo freno conveniente; el alma es un navío sin timón y sin lastre, que se estrellará de seguro en cuantos escollos le salgan al paso.


Tal es la situación de esas multitudes de literatos e iliteratos que, señaladamente en estos tiempos, no conocen otra regla de conducta que los bajos instintos de la naturaleza corrompida, y beben el pecado cual si fuese vaso de agua fresca.


Más en las almas generosas cuya Fe no ha logrado obscurecer, cuya virtud ha resistido a sus ataques, el espíritu de la mentira obra entorpeciendo la conciencia por el temor excesivo. Entrando en la imaginación, la llena de fantasmas y tinieblas, de las que forma vanas aprensiones de pecado que engendran inquietudes continuas.


Despierta, además, en el apetito sensitivo, movimientos que son fuente de temores y de angustias. En ese estado de obscuridad, de confusión y trastorno de todas las potencias, la pobre alma no halla donde reclinar su cabeza.


El demonio bien sabe lo que hace: por medio de los tormentos de la conciencia procura hacer enojosa la oración, la frecuencia de sacramentos e insoportable el servicio de Dios; y el alma, llena de disgusto, desconfía de todo, abandona el buen camino, comete verdaderos pecados y a veces llega a la desesperación.


Los escrúpulos que vienen del demonio pueden conocerse por estos signos: obscurecen la mente de un modo particular; producen amarga tristeza de corazón; hacen que el alma, combatida de mil maneras, imagine que Dios la abandona y que no habrá para ella paz ni remedio de sus males.


Son, además, intermitentes dichos escrúpulos, y carecen de carácter uniforme: ora acometen con energía, ora son remisos o casi nulos en sus ataques, según que Dios alarga o recoge la cadena al espíritu tentador.


Ese doble carácter distingue esta especie de escrúpulos de los que se originan del temperamento, pues los últimos casi son invariables, toda vez que la naturaleza obra siempre conforme a sus propios instintos.


Cap 2 - Causas del escrúpulo (continuación)

La tercera causa de los escrúpulos es el mismo Dios, y en verdad no puede ser causa positiva, en cuanto que intente los errores y las falsas ideas de los escrupulosos; más es bien causa negativa, en cuanto que retira su luz, con la cual el alma distinguiría claramente lo que es pecado de lo que no lo es, así como el sol produce las tinieblas cuando se oculta en el horizonte.

Así es como muchos santos se han visto grandemente atormentados por interiores angustias. San Buenaventura, por ejemplo, fue tan combatido por los escrúpulos, que algunas veces dejo de celebrar por varios días. San Ignacio, por la misma causa, resolvió abstenerse de todo alimento hasta que Dios se dignase de apaciguar las terribles tempestades de su alma. Estuvo ocho días sin comer ni beber; pero increpado por su confesor, hubo de consentir en tomar alimentos y proceder en adelante con más prudencia.


Santa Lugarda fue igualmente atormentada por crueles escrúpulos; entre otras cosas, le acontecía repetir dos y tres veces la misma hora canónica, y a pesar de todos sus esfuerzos no quedaba tranquila ni satisfecha.


Pero el Dios misericordioso y justo permite este género de pruebas en las mejores almas, por muchas razones: la primera, para purificarlas de sus defectos, porque de justicia es que con excesivos temores satisfagan por la culpable libertad que concedieron antes al corazón y a los sentidos.


La segunda, con objeto de consolidar en el espíritu el temor a los pecados verdaderos por medio del exagerado temor a los aparentes. Es indudable que quien tiembla a la sombra de pecado, más ha de temblar a la vista de una falta cierta.


La tercera, para humillar el espíritu manteniéndolo en la poca estima de sí mismo. Nada es, en efecto, más humillante para alguno, sobre todo si es de clara inteligencia, como el verse ocupado, cual si fuese niño, en cosas que nada valen, sin poder desembarazarse de ellas. Entonces se ve y se palpa la profunda miseria.


La cuarta, para adquirir la paciencia, la abnegación del propio juicio y otras virtudes. En este estado de perplejidad, si quiere obrar con rectitud, el alma se ve obligada a someterse sin vacilación alguna al régimen de otro, a soportar con paciencia innumerables angustias, y a violentarse para proseguir en la práctica de la virtud.


Estos son los signos para conocer si los escrúpulos provienen de una especial permisión divina, para la purificación de las almas; mas como gozan de auxilios particulares, resulta que a pesar de sus escrúpulos, aun sin darse cuenta, continúan avanzando en el camino de la perfección. Se les ve además huyendo por doquiera del pecado y del peligro de cometerlo; son más obedientes que los otros escrupulosos, y más constantes en los ejercicios de piedad.


Por último, los escrupulosos de esta especie no son perpetuos: la agitación, el vaivén del espíritu produce el mismo efecto que la tempestad en los mares: cuando se han purificado de sus manchas y se afirman en ciertas virtudes, vienen poco a poco, y a veces muy presto, calma y tranquilidad plenísima.


Concluiremos este capítulo transcribiendo los consoladores párrafos siguientes de “El Espíritu de San Francisco de Sales”:

“Decís que desde que emprendisteis vida más ajustada os sobrevino multitud de escrúpulos que os roen y devoran; y vuestras imperfecciones, que a juicio del confesor pueden compararse a los mosquitos, os parecen elefantes de pecado a causa de vuestra infidelidad a las gracias de Dios.
No irritéis vuestra dolencia. El escrúpulo no hace más que enconar estas llagas restañándolas. Se complace en eso, pero al fin la comezón le atormenta. es, sin embargo, de buen augurio que aparezcan cardos y espinas en terreno nuevamente desmontado: esto es claro indicio de su fuerza, y por consiguiente, de su futura fertilidad.
Buen augurio es que el alma, al comenzar su vida devota, sea víctima de los escrúpulos: esto indica que la gracia imprimió grande odio al pecado, pues que su sombra basta para infundir espanto. 
Es signo de curación, puesto que después de gravísima fiebre sobrevino la inflamación de los labios; la naturaleza arroja fuera el calor que turbaba la armonía del temperamento y de los humores.
Vos lo decís: ‘A pesar de todo, no pierdo de vista la estrella hermosísima de la gracia ni aún en medio de estas tempestades: aunque todo se agite alrededor de mí; aunque la mar y los vientos produzcan tormentas y desastres, sufriré con paciencia por amor de Dios; no hay en todo ello más que un naufragio de caridad, del que me atemorizo por lo frágil de mi naturaleza’. Y yo os aseguro que el temor es piloto excelente que sabrá vencer los escollos en el esquife de vuestro corazón.
El consejo de los consejos es tener quien con rectitud os aconseje.
Vuestra alma se encuentra en poder de un director cuyos labios guardan la ciencia y la salud. Si os sujetáis a sus sabias amonestaciones, muy presto os veréis libre de esas heridas que desgarran la conciencia; si no es así, me parecerá que hacéis bien permaneciendo en esas penas interiores, puesto que si queréis escaparos, nadie os impide que os alejéis por la puerta del buen consejo”. 

Cap 3 - Señales y motivos del escrúpulo - La Confesión - Su primera cualidad

Hay muchas señales para conocer a los escrupulosos; he aquí las principales:

1º. Ser propenso a temer y dudar por motivos frívolos y sin fundamento alguno racional.

2º. Ser inconstante en esas dudas y temores, y cambiar de parecer sólo por apariencias ligeras, teniendo como lícito lo que antes se creía pecaminoso, y, al contrario, por ilícito que se lo juzgaba indiferente.

3º. Experimentar en estas dudas y temores inquietudes, angustias y turbación de ánimo. Los remordimientos que vienen de Dios, por más que hieran el espíritu, no lo arrojan nunca en la ansiedad ni en las tinieblas.

4º. Si el que interrogado sobre el objeto de sus dudas responde que no encuentra pecado, y sin embargo teme y no se aventura a obrar.

5º. Mostrarse obstinado en su propio juicio; no tranquilizarse con los avisos de los doctos, ni aun con las enseñanzas del confesor, y terminar, después de todo, siguiendo el propio juicio.

Esta última señal es característica. San Francisco de Sales solía decir que los escrúpulos tienen su raíz en cierto orgullo fino y delicado que el Santo Doctor llamaba también elixir del orgullo, porque es tan sutil y desleído que engaña aun a sus víctimas.

Según el Bienaventurado Francisco, ved lo que acontece en los escrupulosos: "El que se encuentra atormentado por este roedor (que tanto trabajo cuesta exterminar de un alma) no se resuelve a descansar en el juicio de los prudentes; quiere, por el contrario, que su juicio predomine sobre el de los más hábiles. Mas si quisiera someterse y renunciar a su propio consejo, al punto quedaría curado"

"Si el texto de los divinos oráculos nos enseña que la desobediencia es un crimen semejante a la idolatría y al sortilegio, ¿qué decir de los escrupulosos que son idólatras de sus propios sentimientos, y de tal suerte adheridos a sus opiniones que se afirman en los malos propósitos a pesar de todas las amonestaciones y consejos?"

"Cuando se les dice que sus temores son vanos lo toman a burla; creen que no se les entiende o que no se explican bastante; y de todas maneras nunca quedan satisfechos".

La confesión y la comunión son para los escrupulosos el principal objeto de sus penas e inquietudes. Y nada más propio para tranquilizarlos que las sólidas y consoladoras doctrinas de los maestros de espíritu. Almas escrupulosas y timoratas, recibid confiadamente estos consejos y vuestra curación será el premio de vuestra fidelidad.

En cuanto a la confesión, San Alfonso empieza por recordar el dogma católico y las condiciones necesarias para recibir dignamente el Sacramento de la Penitencia. El perdón de los pecados, el aumento de gracia para no volverlos a cometer, la paz del alma y la energía para la virtud, tales son los preciosos efectos de la confesión. Para que se produzcan deben tener tres cualidades: integridad, contrición y sinceridad.

La integridad consiste en que la acusación sea de todos los pecados mortales no confesados o mal confesados. Por lo mismo, la integridad supone el examen de conciencia. "El que tiene la costumbre de frecuentar los Sacramentos, continúa San Alfonso, no debe atormentar su memoria para descubrir el número de los pecados veniales. Más bien desearía yo que se examinara el origen de las aficiones terrestres y del tedio para las cosas de Dios. Al expresarme así, me refiero a los que van al confesonario con la cabeza llena de lo que han visto u oído, y cantan siempre idéntica canción, acusando los mismos defectos, sin dolor y sin firme propósito de corregirse".

"Por lo demás, para los timoratos que se confiesan a menudo y evitan los pecados veniales de propósito deliberado, el examen no exige mucho tiempo. Si se tratase de pecados graves, tampoco es necesario atormentar la memoria, porque esas faltas por sí mismas se presentarán a sus ojos. Pueden haber cometido pecados veniales plenamente deliberados; pero los remordimientos no permitirán que se olviden".

"Además, no hay obligación de confesar todos los pecados veniales; y, por lo tanto, no se necesita hacer investigación exacta de su número y circunstancias. Y cuando no hay actualmente una materia cierta para la absolución, se debe de acusar cualquier pecado de la vida pasada que más excite a la contrición. Puede decirse, por ejemplo: Me acuso en particular de todas las faltas de mi vida pasada contra la caridad, la pureza y la obediencia".

Acusarse, pues, de alguna de esas faltas sobre las que hay seguridad de arrepentirse, sin entrar en detalle alguno, basta para asegurar la validez de la absolución, que de otra manera sería nula por falta de contrición. 

¡Qué consoladoras son a este respecto las siguientes palabras de San Francisco! "No os inquietéis de ninguna manera, dice, si no recordáis todas vuestras faltas pequeñas, porque así como caéis a menudo sin apercibiros de ello, así también os levantáis frecuentemente sin percibirlo".

Las almas devotas, en efecto, obtienen el perdón de estas faltas ligeras por medio de sus actos de amor y otras buenas obras que tienen costumbre de practicar.

Cap 4 - Segunda cualidad de la confesión

La contrición acompañada del propósito. Esta condición es esencial para obtener el perdón de los pecados. Las confesiones mejores no son las más largas, sino las más dolorosas. La prueba de una buena confesión, dice San Gregorio, no consiste en el gran número de palabras del penitente, sino en el arrepentimiento que manifiesta. Mas todos aquellos que se confiesan a menudo y tienen horror aun a los pecados veniales, deben desechar toda duda sobre la contrición verdadera.

Sucede que se atormentan demasiado porque no la sienten. Quisieran acercarse siempre al confesonario con las lágrimas en los ojos y mil ternuras en el corazón; pero, a pesar de todos sus esfuerzos, no lo consiguen a veces y viven inquietos sobre sus confesiones.

Pero deberían estar plenamente persuadidos de que la contrición no existe en el sentimiento, sino en la voluntad. En ésta reside todo el mérito de las virtudes. Por eso Gerson escribe hablando de la Fe: "Algunas veces el que desea creer adquiere más mérito que muchos que posean el don de la Fe"

Antes que este escritor de espíritu, Santo Tomás, hablando expresamente de la contrición, aseguraba que "el dolor esencial y necesario para la confesión es el pesar del pecado cometido. Este dolor no está en la parte sensitiva, sino en la voluntad. El dolor sensible es un efecto del dolor de la voluntad, y no siempre puede obtenerse, porque la parte inferior del alma no sigue siempre con docilidad a la parte superior. Por tanto, la confesión será buena siempre que en la voluntad haya soberano arrepentimiento del pecado"

Absteneos, pues, de los esfuerzos para obtener contrición sensible. Cuando se trata de actos interiores, debéis saber que son más aceptables los que se ejecutan con menos violencia y mayor suavidad. Porque el Espíritu Santo dispone todo con dulce suavidad. Disponit omnia suaviter (Sap VIII, I). Por eso el santo penitente Ezequiel decía hablando de sus faltas: Experimento gran dolor, pero estoy en paz.

Cuando queráis prepararos a la confesión, comenzad por pedir a Dios Nuestro Señor y a la Santísima Virgen un verdadero dolor de vuestros pecados; hacer brevemente el examen, y para la contrición os bastará decir: "Dios mío, os amo sobre todas las cosas; espero, en virtud de la preciosa Sangre de Jesucristo, Vuestro Hijo Unigénito, el perdón de mis pecados; me arrepiento de todo corazón; no quisiera haberlos cometido, los detesto más que todas las cosas, sólo porque son ofensa vuestra. Uno mi dolor al de Jesucristo en el huerto de los olivos. Mediante vuestra gracia estoy resuelto a no ofenderos jamás"

Siempre que hubierais querido tener voluntad verdadera (entendedlo bien, basta el deseo), al decir esas palabras podéis acercaros tranquilamente a recibir la absolución sin temores ni escrúpulos. Para quitar toda angustia respecto de la contrición, Santa Teresa de Jesús nos da otra señal igualmente cierta: "Examinad, dice, si tenéis sincera resolución de no cometer las faltas que confesáis; si así fuere, ninguna duda debéis abrigar respecto de la contrición"

Para que la confesión sea buena, el propósito de ser firme, universal y eficaz.

. Debe ser firme. Algunos se dicen: no quisiera volver al pecado; no quisiera ofender a Dios. ¡Ah! Pero estos quisiera indican que el propósito no es firme. Para darle esta cualidad, se necesita decir con una voluntad resuelta: no quiero cometer este o estos pecados; no quiero ofender a Dios con deliberado propósito. 

. Debe ser universal, es decir, que el penitente deberá estar resuelto a evitar todos los pecados sin excepción alguna. Esto se refiere a los mortales. En cuanto a los veniales, para la validez del Sacramento, y tratándose de personas que no tienen falta grave que declarar, basta que se arrepientan de una sola especie de pecados y los confiesen con la voluntad de no recaer en ellos.

Los más adelantados en las vías del Señor deberían proponerse evitar todos los veniales deliberados. En cuanto a los indeliberados, como es imposible evitarlos todos, basta la voluntad de huir de ellos siempre que se pueda.

. El propósito ha de ser eficaz, es decir, que debe abrazar la resolución firme de poner los medios de no volver a los pecados, y sobre todo de huir de las ocasiones próximas. Se llaman así las que ordinariamente dan origen a pecados graves, y también aquellas en las cuales, sin justa razón, se ha dado suficiente motivo para los pecados de otros.

En este caso no basta proponerse evitar el pecado, se necesita también tener la voluntad de huir de la ocasión: de otra manera todas las absoluciones que se reciban serán inválidas.

La razón de esto es que el no querer desechar las ocasiones próximas de pecados graves, es de suyo una falta mortal. De donde resulta que recibir la absolución sin la voluntad de evitar este género de ocasiones próximas, es un nuevo pecado grave y un sacrilegio.

Cap 5 - La sinceridad, tercera cualidad de la confesión - Respuesta a las dificultades

Las ocasiones próximas de pecado son raras entre los virtuosos. Para ellos la tentación más funesta y más frecuente es de ocultar pecados en la confesión. Sucede que estas pobres almas caen desgraciadamente en un pecado grave, y al punto el demonio acrecienta en ellos la vergüenza natural y la angustia para declararlo.

¡Ay! gran número de estas buenas almas, por esta maldita vergüenza, sufren y sufrirán eternamente los horrores del infierno, porque dominados por el respeto humano, continuaron durante meses y años haciendo confesiones y comuniones sacrílegas.

Se lee en las crónicas de los Carmelitas que una joven de vida ejemplar tuvo la desgracia de cometer un pecado deshonesto. Tres veces lo ocultó en la confesión y las tres tuvo la osadía de acercarse a la Sagrada Mesa; pero inmediatamente después del último sacrilegio, le sobrevino de súbito la muerte. Por la fama de santidad se la enterró honoríficamente en un templo. Cerrado apenas éste, al terminar los funerales, el confesor de esa desgraciada fue conducido por los ángeles cerca de la tumba; ésta se abrió, la difunta se incorporó, y herida en el cuello por los ángeles, arrojó en un cáliz preparado al efecto las tres hostias recibidas sacrílegamente y conservadas por milagro. En seguida los ángeles la despojaron de sus hábitos, y al punto la infeliz, tomando horribilísimo aspecto, desapareció arrebatada por dos demonios.

¿Cómo, pues, una alma que ha tenido la osadía de ofender gravemente a Dios, y que a causa de esto merece el infierno, podría encontrar excusa ante el supremo Juez, si calló los pecados por la corta y despreciable confusión que había de experimentar acusándose una sola vez y a un sólo sacerdote?

Si quiere ser perdonada y evitar las penas eternas, la confusión misma la prepara a ello. ¿No es por ventura justo que los que han menospreciado a Dios se confundan y sepan humillarse?

Tal fue la respuesta de la pecadora Adelaida al demonio. En el momento de convertirse resolvió hacer una buena confesión. Cuando se acercaba al sacerdote, el demonio le puso ante los ojos la vergüenza que experimentaría al confesar los pecados, y le dijo: "¿Adónde vas, Adelaida?" Y ella respondió con energía: "A confundirme y a confundirte". A la vergüenza agrega el demonio mil embustes y temores vanos. Procuraremos destruir algunos.

- Si acuso este pecado, me reprenderá el confesor. -¿Y por qué os ha de reprender? Decidme, si fueseis confesor, ¿reprenderíais a la pobre alma que os descubriese sus miserias con la esperanza de que la levantaseis en su caída? ¿Cómo, pues, pensáis que el confesor, obligado por su ministerio a la más grande caridad con el penitente, os habría de reprender, os habría de atormentar con palabras rudas al decirle vuestro pecado?

- Pero al menos el confesor se escandalizará y perderé para siempre su estimación. -¡Mentira! Vuestro confesor no será escandalizado, sino edificado, viendo vuestras disposiciones, a pesar de la vergüenza que experimentáis. ¿Y creéis que el confesor no habrá oído tantos pecados como los vuestros y quizá más vergonzosos?

No es verdad que perderéis su estimación; al contrario, os estimará mucho más, y os ayudará con mayor celo viendo la confianza con que descubrís ante sus ojos vuestra miseria y admirando las maravillas que la gracia opera en vuestro corazón.

- Quiero confesarme, pero cuando se presente un sacerdote desconocido. -¡Ay! ¿Qué decís?... ¡Y entretanto queréis vivir en enemistad con Dios, en peligro de perderos para siempre y cercado por los remordimientos, que os destrozan el alma y no os dejan reposar de día ni de noche? Y todo por no decir estas dos palabras al confesor: "Padre mío, tuve la desgracia de caer en falta grave, pero no quiero desesperarme con ello".

- Decís: "Me confesaré con un sacerdote desconocido", y quizá, ¡qué horror! entretanto os acercáis a la Santa Mesa para ocultar el estado de vuestra alma. ¿Queréis, pues, agregar el sacrilegio a los pecados cometidos? ¿Y sabéis que tan horrible crimen es un sacrilegio?... ¡Así el remedio que vuestro Salvador os había preparado con su Sangre Preciosísima se convertirá para vos en veneno que produce la muerte eterna!

- Pero yo me confesaré más tarde... - Y si sois castigado con muerte súbita, hoy tan frecuente, ¿qué será de vos por toda la eternidad?

Cap 6 - Respuesta a las dificultades (Continuación).

- Pero no tengo confianza en mi confesor. - En tal caso debéis ir con otro. Los confesores fueron constituidos para las almas y no las almas para los sacerdotes. El escrúpulo de los escrupulosos es no atreverse a cambiar de confesor. Y todo el que quiera que hagáis escrúpulo de eso, merecerá que le abandonéis como escrupuloso. La virtud, como la verdad, se encuentra siempre entre dos extremos perjudiciales: cambiar de confesor por cualquier pretexto, o no atreverse a cambiar nunca; dejar la confesión más bien que confesarse con otro sacerdote, son dos extremos reprensibles. Lo primero indica ligereza; lo segundo pusilanimidad. Y si me preguntáis cuál es lo más censurable e incómodo, os diré que lo segundo, en cuanto que me parece tener mucho de bajeza de alma, de temor humano, de apego a la criatura y de espíritu de esclavitud tan contrario al de Dios, que está sólo donde se encuentra la santa libertad.

"Los que dan el consejo de no cambiar nunca de confesor son quizá los que menos lo practican; y el confesor que lleva a mal que se le deje por otros, no sólo debe ser abandonado, se debe huir de él como de un verdadero escollo contra la santa libertad de espíritu, de la cual debemos gloriarnos como uno de los más ricos dones de Jesucristo". 

Mas suponiendo que no pudieseis dirigiros a otro confesor, decidme: si tuvierais una llaga que pudiese causar la muerte si no fuera atendida con cuidado, ¿no llamaríais al punto al único médico que se pudiera encontrar, aunque fuese grande la confusión que habríais de sentir? Y para curar vuestra alma herida de muerte y para preservaros del infierno, ¿no os atreveréis a descubriros ante vuestro padre espiritual?

Por el amor de Jesucristo, tened valor y triunfad generosamente de esa vergüenza que el demonio os hace ver mayor de lo que en sí es. Apenas habréis comenzado vuestra confesión y se disiparán esos temores. sabed que si obráis así, al volver del confesonario os sentiréis más feliz que si poseyeseis todos los bienes de la tierra. Encomendaos con filial ternura a la Santísima Virgen María; Ella os ayudará a vencer toda repugnancia.

Si no tenéis valor de confesar vuestro pecado al principio, haced lo que voy aconsejaros. Decid al confesor: "Padre mío, ayudadme, porque tengo un pecado que no me atrevo a confesar". El sacerdote encontrará pronto algún recurso para sacar de su guarida la bestia feroz que os devora; y esto sin gran pena de vuestra parte, porque os bastará responder sencillamente sí o no.

Ved aquí otro medio; si no queréis decir de palabra vuestro pecado, escribidlo y entregadlo al confesor, diciendo: "Me acuso del pecado que habéis leído". Y así no tendréis ya sobre vos el infierno eterno ni el infierno temporal; recobraréis la gracia de Dios, y con ella la paz del espíritu.

Sabed que cuanto más grande sea la violencia que os hagáis para venceros, mayor será la ternura con la cual Dios ha de estrecharos contra su corazón. El padre Segneri cuenta que una religiosa hizo tantos esfuerzos para confesar ciertos pecados de la infancia, que se desmayó al acusarlos; más en recompensa le dio Dios Nuestro Señor tanta compunción y caridad, que desde ese momento se dio del todo a la perfección, hizo grandes penitencias y murió en olor de santidad.

No quiero, sin embargo, que lo dicho sirva para inquietaros; porque me he referido sólo a los que tienen sobre la conciencia el peso de algunos pecados graves y ciertos que por la vergüenza no quieren confesar.

Pero en cuanto a las dudas que os pueden sobrevenir sobre pecados de otros tiempos o sobre confesiones mal hechas, si queréis, bien pudierais manifestarlas al confesor para mayor tranquilidad; aunque a los escrupulosos no puede aconsejárseles que se confiesen de sus dudas, como lo veremos adelante.

Debéis conocer además ciertas doctrinas aprobadas por los teólogos que pueden libertaros de angustias, trayéndoos la paz.

Cap 7 - Doctrinas consoladoras

Recordemos, en primer lugar, la opinión sólida y muy probable de los Doctores que aseguran que no hay obligación de confesar los pecados graves dudosos, cuando se duda de la plena advertencia o del consentimiento perfecto y deliberado. Sólo dicen que en artículo de muerte hay obligación de hacer un acto de contrición, en caso de que el pecado dudoso haya sido verdaderamente grave, o recibir el sacramento de la penitencia, sin tener, sin embargo, la obligación de confesar el pecado dudoso.

Basta dar materia cierta para la absolución, y para ello es suficiente acusar los pecados veniales.

Además, muy graves teólogos dicen, con harta razón, que los que por mucho tiempo han tenido una vida verdaderamente cristiana, si dudan haber cometido una falta grave, pueden estar seguros de no haber perdido la gracia de Dios.

En efecto, es moralmente imposible que una voluntad confirmada, por decirlo así, en sus buenas resoluciones, cambie de súbito y consienta en un pecado mortal sin conocerlo claramente. El pecado mortal es un monstruo tan horrible que no podría entrar inadvertido en un alma que por mucho tiempo le ha cerrado la puerta.

En segundo lugar, cuando el pecado mortal se ha cometido ciertamente y se duda de haberlo confesado, ¿qué hacer? Si la duda es negativa, como dicen los Doctores, es decir, si no hay razón para creer que el pecado no se declaró, hay obligación de hacerlo; pero cuando existe una razón o presunción fundadas de que se acusó alguna vez, según en sentir común, no hay obligación de confesarlo.

De aquí concluyen casi todos los Doctores que los que han hecho sus confesiones generales y particulares con la diligencia conveniente, si dudan de haber olvidado algún pecado o alguna circunstancia, no están en obligación de confesarse, porque prudentemente se cree que se confesaron como es debido.

Dar a conocer ciertas acciones naturales que ven a nuestra persona nos inspira confusión; mas de ello no hay obligación alguna. ¿Se trata, por ejemplo, de algunas inmodestias cometidas en la infancia, pero sin tener conocimiento de su malicia? No es necesario declararlas al confesor.

Pensar que se hicieron en secreto no es prueba cierta de su malicia. Los niños ejecutan en secreto ciertos actos naturales que no son pecados. Así, pues, de todas estas cosas no nos obliga confesarnos en particular, sino sólo cuando recordamos haberlas cometido con la conciencia de la gravedad de la falta, o al menos con la duda de que fuesen pecado grave.

Basta decir interiormente: "Señor, si yo estuviera cierto de la obligación de confesar estas faltas, lo haría al punto, por más que me repugnase"

Lo dicho servirá para tranquilizar algunas almas buenas que se sienten atormentadas por el temor de no haber explicado bien todas sus dudas; pero es conveniente y laudable manifestarlas al director para humillarse y obtener la paz.

De esto último se exceptúan los escrupulosos, porque no deben hablar de ello, como se explicará más adelante.

Por lo demás, aconsejamos a los penitentes que expongan al confesor sus pasiones, sus aficiones y las causas de sus tentaciones, para cortar con acierto las raíces dañosas. De otra manera no cesará la tentación ni la inquietud, con gran peligro de pecar, porque se conserva la causa pudiendo destruirla. 

Cap 8 - Doctrinas consoladoras (continuación)

Es útil a muchos descubrir al padre espiritual las dudas que inquietan y las tentaciones que más humillan, tales, verbi gracia, como los pensamientos contra la castidad, aunque se hubiesen desechado.



San Felipe Neri decía: "La tentación descubierta está a medio vencer". El demonio es un espíritu de tinieblas, y cuando se le descubre emprende la fuga. He dicho a muchos, porque hay almas probadas en la virtud que son demasiado tímidas en este punto. A ellas será útil alguna vez prohibirles que se acusen sobre esta materia cuando no tengan certidumbre de haber pecado.




La razón es, como lo diremos en otra parte, que reflexionando sobre si han consentido o no, y sobre la manera de explicar las tentaciones, la imaginación se excita más y más con los objetos vergonzosos presentados al espíritu, y de aquí que aumenten las inquietudes y con ellas el temor de haber consentido.




Obedeced a vuestro confesor y haced lo que os diga. Lo que os recomiendo sobre todo es la sinceridad con él y la fidelidad en descubrirle todos los secretos de vuestra conciencia, declarando las cosas tales como son. Por ejemplo, si se cometió una acción mala, no bastará decir que hubo malos pensamientos.




Obedeced a vuestro confesor, y estad cierto de que no os perderéis obrando de ese modo. Así lo hicieron los santos. Muy a menudo, como se lee en sus historias, han vivido en perplejidades y temores de ofender a Dios.




Santa Catalina de Bolonia era muy molestada de escrúpulos, pero obedecía ciegamente a su confesor. A veces temía acercarse a la Santa Mesa; pero a una simple seña de su padre espiritual se levantaba violentamente, y a pesar de todos los temores, recibía la Sagrada Comunión. Su obediencia fue recompensada; un día se le apareció Jesucristo, diciéndole: "Regocíjate, hija mía, porque obedeciendo como lo haces me procuras un gran gozo". 




Otra vez se apareció Nuestro Señor a la Bienaventurada Estefanía Sonziano, dominica, y le dijo: "Puesto que dejaste tu voluntad en manos del confesor que me representa, pídeme la gracia que quieras y te la concederé". Ella respondió: "Nada quiero, Jesús mío, sino sólo a Vos".




San Antonio, arzobispo de Florencia, refiere que un sacerdote discípulo de San Bernardo había llegado a tal extremo por los escrúpulos, que no se atrevía a celebrar. Se dirigió a su maestro para consultarle, y San Bernardo, por toda respuesta, sin dar explicación alguna, le dijo: "Ve a decir la Santa Misa; soy responsable de todo". El religioso obedeció y fue curado.




No me digáis: "Si tuviera a San Bernardo, también obedecería ciegamente; pero mi confesor no es San Bernardo". - Pero es para vos más que San Bernardo, porque en aquella circunstancia ocupa el lugar de Dios.




Escuchad lo que os dice Gersón: "Hablando así, os engañáis. No se os puso en manos de algún hombre porque fuese santo o sabio, sino porque Dios lo puso a conduciros"




Por tanto, obedeced a vuestro padre espiritual no como a un hombre, sino como a Dios, y no podréis extraviaros.




Al principio de su conversión, San Ignacio se vio de tal suerte rodeado de tinieblas y acometido por los escrúpulos, que no encontraba reposo. Mas como tenía fe en aquellas palabras del Salvador, "el que a vosotros escucha a Mí me escucha", dijo con grande confianza: "Señor, mostradme el camino que debo seguir; soy ciego, mas cuando me déis un cachorrillo que me conduzca, os prometo dejarme conducir por doquiera". El santo fue fidelísimo en obedecer a sus confesores, y mereció por ello, no solamente la santa libertad de espíritu, sino también la maestría para guiar escrupulosos.




Si el día del Juicio Nuestro Señor os pidiese cuenta de lo que por obediencia hubierais hecho, podríais responderle: "Señor, lo he hecho para obedecer a vuestro ministro, como lo habéis dispuesto". Diciendo así, no habría temor de ser condenado. "Si por acaso el confesor se engañase, escribe el P. Alvarez, el penitente estaría seguro y no se engañaría obedeciendo"




¿O pensáis que para estar tranquilo hay obligación de examinar si el confesor es suficientemente sabio? Basta que tenga la aprobación de su Obispo para que ocupe el lugar de Dios y para que no podáis perderos obedeciéndole en todo. 




Pero diréis: No soy escrupuloso; mis inquietudes no son vanos temores, están bien fundados. Yo respondería: No hay un verdadero loco que se tenga por tal. Su locura consiste precisamente en ser loco sin conocerlo. Lo mismo puede decirse de los escrupulosos.




Según el juicio de vuestro confesor, sois escrupuloso porque no conocéis lo vano de vuestros temores; si lo conocieseis, despreciaríais esas inquietudes y no seríais escrupuloso. Tened, pues, calma, obedeciendo al padre espiritual que conoce bien vuestra conciencia.


Cap 9 - Continuación del precedente

Replicaréis: No es culpa del confesor, sino mía; que no sé explicarme, y él no conoce el triste estado mi alma.

Pero vos, que hacéis escrúpulo de todo, ¿no teméis considerar a vuestro confesor como ignorante o sacrílego?... Me explicaré: cuando confesáis vuestras dudas, y en materia grave como decís, el confesor está obligado a haceros las preguntas necesarias para formarse juicio. Por tanto, si careciendo de justa razón y sin comprenderos, como lo pensáis, os ha ordenado despreciar los escrúpulos, ha debido hacerlo por ignorancia o por malicia. Y resulta que desconfiando de sus consejos, por temor de que no os haya entendido, lo acusáis, como dije, de ignorante o sacrílego. ¿Estáis conforme en ello?

A todos los escrupulosos que se atreven a juzgar el dictamen de su confesor sería conveniente darles la respuesta de Monseñor Sperelli, obispo de Gubbio. Una religiosa combatida por los escrúpulos se atrevió a denunciar a su director como hereje, porque le había dicho que sus pecados no lo eran. "Decidme, contestó el Obispo, ¿en qué universidad habéis estudiado la Teología para saber más que vuestro confesor? Ocupaos en hacer calceta, y no deis cabida a ideas impertinentes".

Debéis, por lo tanto, obedecer sin pensar en otra cosa, creyendo que os ha comprendido bien el confesor. No debéis abrigar dudas sobre sus consejos, sino obedecer ciegamente y sin réplica, no investigando el por qué y entregándoos enteramente a su dirección. Porque si queréis examinar las razones de lo que os dice, os confundiréis más y más, y las inquietudes volverán con tormentos mayores. 

Lo repito: obedeced ciegamente, los escrúpulos son una especie de pez, y más se adhieren cuanto más se les maneja; por eso habréis notado que si las reflexiones se prolongan, las tinieblas se aumentan. Tened siempre ante los ojos esta bella máxima de San Francisco de Sales: "Basta que tu padre espiritual apruebe el camino que llevas, para que no necesites investigar las razones". Y esta otra: "Nadie se ha perdido por obedecer". En una palabra, no olvidéis jamás que todos los que obedecen al sacerdote obedecen a Dios. 

Sí, sí, me diréis; pero si me condeno por obedecer, ¿quién me sacará del infierno? Lo que decís no tiene razón de ser, porque la obediencia, que es el camino del paraíso, no puede conducir al infierno.

Pero descendamos a la práctica. Ordinariamente dos cosas atormentan a los escrupulosos: por lo que hace a lo pasado, dudan de todas sus confesiones; en cuanto a lo presente, es grande su temor de pecar en todo.

Quisieran a todo trance repetir las confesiones generales, esperando calmar así sus inquietudes. Mas ¿qué logran? Sólo caminar de mal en peor: sus confesiones únicamente sirven para despertar nuevas aprensiones y nuevos escrúpulos de haber olvidado algunas culpas o de no haberlas explicado bien. De donde resulta que multiplicar las confesiones es aumentar los tormentos. Por lo cual decía San Felipe Neri, el gran confesor de Roma: "Mientras más se barre una habitación, más polvo se levanta"

La confesión general es sin disputa utilísima para los que no la han hecho, para humillares en vista de los pecados de toda la vida que se presentan en conjunto, para inspirar más grande dolor de las ingratitudes con las que se han pagado los beneficios de Dios y formar resoluciones más generosas y eficaces, y finalmente, para dar a conocer con exactitud al confesor el estado de la conciencia, declarándole las virtudes que faltan, las pasiones y vicios a que se tiene más inclinación, para que el sacerdote aplique oportunamente los remedios y dé las instrucciones más convenientes.

Pero cuando ya se ha hecho bien una confesión general, es inútil repetir. Si más tarde sobrevienen dudas, ordinariamente hablando, y sobre todo, si no se recuerda haber ocultado nunca algo en las confesiones, no hay obligación de acusarse de nada, a no ser que se tuviere certidumbre de que tal o cual cosa fue grave y que ciertamente no fue declarada en la confesión. 

Pero si mi pecado -replicaréis- fue verdaderamente grave y no lo he declarado, ¿me salvaré? - Os salvaréis. Todos los Doctores, con Santo Tomás, enseñan que si después de prudente investigación se olvida acusar algún pecado mortal, queda, sin embargo, absuelto indirectamente. En verdad, si el penitente recuerda bien o duda con fundamento no haberlo confesado alguna vez, tiene obligación de declararlo; pero no existe de ninguna manera la obligación, si puede juzgar prudentemente que lo acusó en las confesiones pasadas.

Esto se refiere a toda clase de penitentes. Pero los escrupulosos, según los Doctores, no están obligados a confesarse sino sólo de aquello acerca de lo que pudieran juzgar que fue ciertamente una falta grave y que jamás la han declarado en alguna confesión. La razón de esto es que, para una conciencia escrupulosa, recordar la vida pasada puede ser motivo de ruina y desesperación. 

Cuando el penitente se encuentra turbado e incierto sobre si podría o no asegurar con juramento esas cosas, el confesor puede librarlo enteramente de la obligación de confesar las faltas de la vida pasada, porque en presencia de tan gran daño cesa la obligación de hacer la confesión entera, puesto que otros inconvenientes, menos graves, dispensan la integridad material, como enseñan comúnmente los teólogos. 

Los escrupulosos deben comprender que las confesiones generales, útiles para otros, les serán dañosas y perjudiciales. Por eso los buenos directores jamás les permiten hablar de cosas pasadas, porque su remedio no está en explicarse, sino en callar y obedecer. No conviene, pues, escucharles en ese punto, y si una vez se les permite, se inquietarán mucho después cuando se les niegue esa licencia.

Cap 10 - Otra vez la confesión

En el capítulo precedente nos hemos referido a las confesiones generales. En cuanto a las particulares y ordinarias, y tratándose de los que tienden a la perfección y comulgan con frecuencia, debe advertírseles que no es preciso que se confiesen todas las veces que comulgan. Basta que reciban la absolución una o dos veces por semana, y aunque cayesen en pecado venial con deliberado propósito, dice San Francisco de Sales, no es necesario abstenerse de la Comunión si no hay facilidad de confesarse, atendiendo a que, según el Concilio de Trento, hay fuera de la confesión otros medios para borrar las faltas ligeras, por ejemplo, los actos de contrición o amor a Dios. 

Cierto día Santa Matilde, no teniendo oportunidad de confesar algunas negligencias, hizo un acto de contrición y recibió la Sagrada Eucaristía, mereciendo que Jesucristo le hablase aprobando su conducta.

Un sabio confesor decía que, a veces, cuando por desgracia se haya cometido algún pecado venial, la Comunión será más fructuosa sin absolución que con ella, porque se multiplicarán los actos de contrición y humildad, siendo así más aceptables las disposiciones. 

Pero entiéndase bien que se trata de los que se imaginan pecar en todo lo que hacen y temen consentir en todas las tentaciones que se les presentan. Estos deben saber además:

Primeramente, que una cosa es sentir y otra consentir. Todos los movimientos de los sentidos, que naturalmente se producen, nunca son pecados mientras la voluntad no los acepte. Y nadie puede inquietarse por haber dado lugar a ellos cuando de la acción que los produce resulta algún bien espiritual o temporal. 

Lo segundo, se ha de advertir que, para que se cometa pecado mortal, se necesita no sólo la plena advertencia del entendimiento, sino también el pleno consentimiento de la voluntad: si falta el uno o el otro, no habrá pecado grave. En caso de duda, como hemos dicho, los timoratos, y sobre todo, los escrupulosos, deben estar ciertos de no haber pecado gravemente cuando no lo pueden afirmar. 

Ciertas almas demasiado tímidas, que siempre dudan haber consentido malos pensamientos, harían mejor en no acusarse de ninguna tentación en particular, por ejemplo, de odio, de incredulidad, de impureza. La razón es que, como arriba dijimos, al examinar si dieron o no consentimiento, o al estudiar manera de acusarse, avivan más la imagen de esos objetos y se inquietan más por el temor de haberles dado nuevo consentimiento.

A las almas de ese carácter es preciso no permitirles que se acusen de semejantes pensamientos, a no ser de un modo general, diciendo, verbi gracia: "Me acuso de las negligencias en desechar los malos pensamientos"

Los escrupulosos gozan de dos privilegios que les concede el común de los Doctores. El primero que no pecan jamás obrando con temor de escrúpulo, cuando obran por obediencia. Y no es necesario que en cada ocasión piensen que hacen bien obrando por obediencia. Para librarse de todo pecado, les basta un juicio virtual, es decir, formado desde antes.

Esto no es obrar con duda práctica, sino sólo con temor de pecar. Enseña Gersón que cuando la duda es práctica y nace de una conciencia formada, no es permitido obrar, es decir, cuando bien considerado todo y subsistiendo la duda, se juzga que no se puede obrar sin pecado. Pero cuando el espíritu está perplejo, oscilando entre esas dudas, no sabiendo a qué atenerse y dispuesto, sin embargo, a hacer lo que agrade a Dios, en este caso la duda no es práctica, sino simple temor, vano escrúpulo que debe despreciarse.

Así, pues, cuando se tiene la voluntad firme de no ofender a Dios y se obra en virtud de la obediencia que obliga a pasar sobre esos escrúpulos, no se peca, aunque se obre con temor y sin pensar actualmente en los mandatos del director espiritual.

Cap 11 - Obediencia al confesor

El segundo privilegio de los escrupulosos consiste en que, después de haber obrado, deben creer que no han consentido en ninguna falta, a no ser que estuviesen del todo ciertos de haber conocido y querido plenamente la malicia del pecado. Y sus dudas son señales ciertas de que faltó la plena advertencia o el pleno consentimiento, porque si la una o el otro hubiesen existido, los escrupulosos tendrían plena certidumbre.

Si el confesor les prohíbe, pues, acusar esas dudas, deberán obedecer ciegamente, y no abandonarlo aunque persista en la resolución de no darles oído.

Sobre este punto se engañan grandemente los confesores que se prestan a oír todas las dudas de los escrupulosos, porque éstos, a fuerza de sutilizar todo para explicarlo a su gusto, trastornan más su conciencia y acrecientan los obstáculos para la perfección. En cuanto a los penitentes, no tienen que hacer más que someter su juicio al de su padre espiritual, obedeciéndole en todo. 

Es preciso que sepan que si éste les prohíbe acusarse de ciertas materias, y aun hablar de ello, sin tener certidumbre de pecado grave; o si después de haberlos oído los envía a comulgar sin absolución, no deben ponerse a discutir, convirtiéndose en doctores, sino sólo obedecer con los ojos cerrados, sin investigar el porqué de lo que se les manda.

Mas he aquí que algún escrupuloso dirá: En cuanto a mí, lo único que deseo es obrar con la certidumbre de que agrado a Dios. La mayor seguridad que podéis tener es la obediencia al confesor, despreciando el escrúpulo, a pesar de todos los temores. Y sabed que aun en artículo de muerte estáis obligado a obrar así, para no ser víctima de los engaños del demonio. 

Repito lo expuesto: debéis hacer escrúpulo de no esforzaros en vencerlo obrando en contra, según la orden de vuestro confesor; y esto aunque estuvieseis convencido de que la duda que os atormenta no es un escrúpulo vano. 

Si os abstenéis de obrar por el escrúpulo, no haréis progresos en las vías de Dios. Os expondréis, además, a perder el alma o el juicio, y esto sí que ciertamente es un pecado. 

Con este fin el demonio acumula tantos temores. Quiere que los escrupulosos caigan en la relajación, que pierdan el cerebro, o siquiera que no hagan progresos en las virtudes, para que vivan en continuas angustias y turbaciones, de las que el infierno siempre logra ventajas. San Luis Gonzaga decía: "El demonio siempre halla qué pescar en la agua turbia"

Si queréis, pues, marchar con seguridad por el buen camino, obedeced puntualmente todos los mandatos y reglas de vuestro director. Rogadle que os prescriba no sólo reglas generales, sino también particulares, para que ordenéis vuestra conducta. 

Generales, por ejemplo: que todas las veces que no veáis con claridad una falta grave, caminéis sobre el escrúpulo sin darle importancia alguna; pero que no os confeséis de otra cosa sino de aquello que podáis jurar que es falta grave no acusada en otra vez; que comulguéis siempre que no estéis cierto de haber cometido pecado mortal; que no repitáis nunca vuestras oraciones si no estáis cierto de haberlas olvidado, etc. 

Si un escrupuloso se atuviese sólo a las decisiones dadas por el confesor en casos particulares, estas reglas le servirían muy poco. ¿Quién irá a convencer a un escrupuloso de que el segundo caso que se le presente es igual al primero? Si no tiene, pues, reglas generales, o si no las sigue, permanecerá siempre turbado e inquieto.

Lo repetiré más todavía: obedeced. No consideréis a Dios como a un tirano. Sin duda Él tiene al pecado un odio infinito; pero no puede odiar al que sinceramente detesta sus faltas, al que está pronto a morir antes que caer en ellas.

Decidme, si tuvieseis para alguno las disposiciones y el amor que tenéis a Dios, ¿creéis que no obtendríais correspondencia alguna? ¡Oh! ¡qué bueno es Dios con lo hombres de buena voluntad! el Rey Profeta nos lo asegura: ¡Qué bueno es el Dios de Israel, para los que tienen el corazón recto! (Psalm LXXXII, I).

Dios no puede olvidar a los que le buscan (Thren. III, 25). Nuestro Señor dijo cierto día a Santa Margarita: "Hija mía, ¿tú me buscas? Pues sábete que mucho más te he buscado Yo". Creedlo, Dios os dirá lo mismo, si le amáis y le buscáis de veras. Abandonáos, pues, entre sus brazos cariñosos de padre; confiad en Él; entregadle vuestra alma para que la guarde, y os librará de todas las angustias. Arrojad en su seno, os dice San Pedro, todas vuestras solicitudes, porque a Él pertenece el cuidado de vosotros (I Epist, v, 7). Obedeced, pues, y desechad vuestros temores.