Los mundanos imaginan que el escrúpulo es una delicadeza de conciencia que consiste en el temor al pecado verdadero y en evitarlo con diligencia; por eso llaman escrupulosos a los timoratos que se abstienen de ciertas faltas que ellos cometen con toda libertad, y evitan ciertos peligros que ellos afrontan sin temor alguno.
Pero se engañan: el escrúpulo no es, como suponen, la delicadeza de conciencia que evita diligentemente el pecado; es una aprensión vana; se funda en ligeros motivos que llenan de ansiedad la mente, haciéndola temer el pecado donde no existe.
El escrúpulo es como caballo espantadizo que, viendo la sombra de un árbol, de una piedra o de un tronco, se aparta, retrocede, se encabrita, no obedece al freno ni al acicate, como si viese un tigre o un león próximo a devorarlo. Y por esta vana aprensión, caballo y caballero se exponen al peligro real de caer en un precipicio.
Tal es el escrupuloso: espantado por sombras imaginarias, y temiendo sin razón alguna que tal o cual acción, de suyo lícita y honesta, sea pecado grave, se llena de turbación y de inquietud. Dominado por sus agitaciones, no obedece al confesor que le dirige, ni a las personas ilustradas que le aconsejan, ni a los amigos que le reprenden. Y así, por el temor de un pecado aparente, se expone a cometer verdaderos pecados, y aun a precipitarse en el abismo.
El escrúpulo viene de muchas causas. En algunas procede del temperamento. Las complexiones linfáticas, frías y melancólicas son terreno feraz para producir esta suerte de espinos. Los de este temperamento son naturalmente asustadizos y pusilánimes; la menor apariencia de pecado les aterroriza; sombríos y taciturnos, el miedo trueca sus vanas aprensiones en ideas fijas. Necesítase, por tanto, el poder de Dios para libertarlos.
Acontece también que su conturbada imaginación les representa que en todo hay pecado; entonces pierden por completo la paz, y su vida es angustia perpetua y largo martirio.
Estas pobres almas deberían evitar con cuidado sumo los ayunos y las austeridades extremas, la soledad prolongada, el trato con gentes poco instruidas en materia de espíritu o excesivamente timoratas. Si obran de otro modo, perderán el juicio o harán que el confesor lo pierda.
Los escrúpulos que provienen de esta primera causa son difíciles de corregir; como no pueden abandonar su temperamento, estas pobres almas llevan siempre consigo la fuente de sus falsas ideas, sus temores, sutilezas y extravagancias.
El segundo origen de los escrúpulos es el demonio. Este implacable enemigo del género humano busca la manera de perder a los pobres hijos de Adán, tendiéndonos un doble lazo: la presunción y la desconfianza. En los unos, ensanchando la conciencia, destruye insensiblemente el sentido moral, arroja a manos llenas semillas de incredulidad desastrosa.
Perdida o debilitada la Fe, la conciencia carece de todo freno conveniente; el alma es un navío sin timón y sin lastre, que se estrellará de seguro en cuantos escollos le salgan al paso.
Tal es la situación de esas multitudes de literatos e iliteratos que, señaladamente en estos tiempos, no conocen otra regla de conducta que los bajos instintos de la naturaleza corrompida, y beben el pecado cual si fuese vaso de agua fresca.
Más en las almas generosas cuya Fe no ha logrado obscurecer, cuya virtud ha resistido a sus ataques, el espíritu de la mentira obra entorpeciendo la conciencia por el temor excesivo. Entrando en la imaginación, la llena de fantasmas y tinieblas, de las que forma vanas aprensiones de pecado que engendran inquietudes continuas.
Despierta, además, en el apetito sensitivo, movimientos que son fuente de temores y de angustias. En ese estado de obscuridad, de confusión y trastorno de todas las potencias, la pobre alma no halla donde reclinar su cabeza.
El demonio bien sabe lo que hace: por medio de los tormentos de la conciencia procura hacer enojosa la oración, la frecuencia de sacramentos e insoportable el servicio de Dios; y el alma, llena de disgusto, desconfía de todo, abandona el buen camino, comete verdaderos pecados y a veces llega a la desesperación.
Los escrúpulos que vienen del demonio pueden conocerse por estos signos: obscurecen la mente de un modo particular; producen amarga tristeza de corazón; hacen que el alma, combatida de mil maneras, imagine que Dios la abandona y que no habrá para ella paz ni remedio de sus males.
Son, además, intermitentes dichos escrúpulos, y carecen de carácter uniforme: ora acometen con energía, ora son remisos o casi nulos en sus ataques, según que Dios alarga o recoge la cadena al espíritu tentador.
Ese doble carácter distingue esta especie de escrúpulos de los que se originan del temperamento, pues los últimos casi son invariables, toda vez que la naturaleza obra siempre conforme a sus propios instintos.
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