martes, 31 de marzo de 2020

Cap 13 - Más sobre los escrúpulos en la confesión y aviso a los confesores.

Muy a menudo los escrupulosos se imaginan que no harán buenas confesiones, sino cuando manifiesten al sacerdote cuanto les acontece, aunque sea sin su voluntad; o cuando acusen con detalles minuciosos sus faltas veniales; o finalmente, cuando tengan contrición sensible.

San Francisco de Sales les responde: "Si decís: me acuso de que en el espacio de dos días tuve muchos movimientos de cólera, pero no los he consentido, acusaréis vuestras virtudes y no vuestras faltas" - Pero, diréis, ¿Y si me viene duda sobre el consentimiento? En tal caso debéis investigar si la duda tiene algún fundamento, y si así fuese, podéis manifestarla en la confesión con toda simplicidad; de otro modo, mejor es no hablar de ello, ya que lo hacéis para satisfaceros a vos mismo; y si de eso os sobreviene alguna pena, soportadla como una de tantas cosas irremediables.

No estamos obligados a descubrir al sacerdote los pecados veniales; mas en el caso de confesarlos, se necesita arrepentirse de ellos y tener propósito firme de la enmienda. Por eso, cuando alguien no tenga más que pecados veniales, es necesario, para asegurar la validez de la absolución, el arrepentimiento sincero, cuando menos, de un pecado venial, o acusarse de alguna falta grave de la vida pasada, de la que se tenga seguridad de arrepentirse. Esto último sería lo mejor.

Pero no es indispensable declarar esos pensamientos ligeros que revolotean como mosquitos ante nuestros ojos, ni tampoco el enfado y disgusto en las prácticas espirituales, porque todas estas cosas no son pecados, sino incomodidades y miserias. 

Después de la confesión no conviene examinar ya si todo se hizo bien. Lo que en esos momentos debe hacer toda alma que ame a Jesucristo, es postrarse ante Él para darle gracias por el beneficio de la reconciliación.

Diréis acaso que desearíais tener contrición verdadera, pero no lo habéis conseguido. Respondo: Gran cosa es ante Dios el poder desearla, tanto, que tendréis la contrición por el hecho mismo de desearla. No la sentiréis; pero no importa: el fuego que está bajo ceniza no se ve tampoco ni se siente, y sin embargo existe.

Preguntáis cómo se hace la contrición en poco tiempo. Es sencillísimo: basta pedir esa gracia a la Virgen Santísima y postrarse unos momentos ante Dios, con espíritu de humildad y arrepentimiento por haberle ofendido, y prometer la enmienda y el uso de los medios para conseguirla.

No os turbéis porque no vengan a la memoria todas las caídas ligeras para confesarlas. Porque, así como caéis a menudo sin apercibiros de ello, así también os levantáis sin advertirlo. No os aflijáis por eso. Id humildemente a decir con toda franqueza lo que hagáis, advirtiendo que para que el pecado exista, es indispensable siquiera alguna voluntaria malicia o consentimiento. Mas ¿quién podrá conocer ese consentimiento? Es ciertamente difícil el definirlo, y por eso exclama el Salmista: "¿Quién entenderá los pecados?" Por lo que agrega una súplica para que Dios lo purifique de las faltas ocultas; es decir, de los pecados que no pueden discernirse.

Os daré, sin embargo, un consejo: cuando dudéis de haber consentido en el mal, tomad siempre esa duda como una negativa. Ved aquí la razón: para un pecado, se necesita verdadero y pleno consentimiento de la voluntad; y esto es tan claro que no deja lugar a duda.

¿No os parece que esta enseñanza de San Francisco de Sales es como la espada de Alejandro, y corta de un golpe el nudo gordiano de muchas perplejidades?.

Si los escrupulosos son dignos de lástima, lo son igualmente sus confesores. San Francisco de Sales aconsejó a su amigo el Obispo de Belley que se dedicase al confesonario; el Obispo obedeció. "Pero, escribe éste, cansado de tanta fatiga, le escribí que pensando hacer un confesor había hecho un mártir, y me contestó, con gracia muy singular, diciéndome que esta carga es semejante a la del cinamomo, que recrea y fortifica al que la soporta"

Hay por eso innumerables maestros de espíritu que, como los vendimiadores y cosecheros, no se satisfacen hasta no haber sucumbido al peso de la carga. ¿Quién los ha visto nunca lamentarse por exceso de vendimia o de cosecha?

"Así como se llaman mártires a los que confiesan a Dios delante de los hombres, es decir, a los que por sus sufrimientos dan testimonio de la verdad de la Fe, del propio modo, dice San Francisco de Sales, no resultaría gran daño en dar, hasta cierto punto, el nombre de mártires a los que confiesan a los hombres delante de Dios"

Terminemos lo que se ha dicho sobre el escrúpulo en las confesiones, con los siguientes avisos:

"Los Doctores - dice San Alfonso de Ligorio - dan muchas reglas para la dirección de los escrupulosos; pero no hay ciertamente, fuera de la oración, remedio tan eficaz para curarlos, como la obediencia al confesor. Esforzaos, pues, ante todo en inculpar profundamente en el espíritu de los escrupulosos dos máximas fundamentales: primera, que se camina con toda seguridad delante de Dios obedeciendo al padre espiritual en todo aquello que no aparece un pecado evidente; la razón es porque no se obedece al hombre, sino a Dios, que ha dicho: "El que a vosotros escucha, a Mí me escucha". Tal es la doctrina de todos los teólogos y maestros de la vida espiritual.

La segunda máxima es que el más grande de los escrúpulos debe ser la desobediencia, porque así expone al sumo daño de perder no sólo la paz, la devoción, el celo para avanzar en la virtud, sino también el cerebro, así como la salud temporal y la eterna".

El gran confesor de Roma, San Felipe Neri, solía repetir estas consoladoras frases: "Por la obediencia, jamás se ha perdido un alma; sin la obediencia, jamás se ha salvado un alma".

El confesor goza de infalibilidad práctica respecto del penitente. Bastará, pues, oír de sus labios que vais por el buen camino; que la misericordia y la gracia de Jesucristo están con vos, para que estéis tranquilos, dándole pleno crédito como en todo lo demás. "Porque, dice San Juan de la Cruz, el no someterse en todo y por todo al confesor, es orgullo y falta de Fe".

"Temeréis a veces, agrega San Buenaventura, obrar contra el instinto de la conciencia al obedecer; os parecerá que pecáis obedeciendo; mas, por el contrario, habéis adquirido gran mérito delante de Dios"

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