Replicaréis: No es culpa del confesor, sino mía; que no sé explicarme, y él no conoce el triste estado mi alma.
Pero vos, que hacéis escrúpulo de todo, ¿no teméis considerar a vuestro confesor como ignorante o sacrílego?... Me explicaré: cuando confesáis vuestras dudas, y en materia grave como decís, el confesor está obligado a haceros las preguntas necesarias para formarse juicio. Por tanto, si careciendo de justa razón y sin comprenderos, como lo pensáis, os ha ordenado despreciar los escrúpulos, ha debido hacerlo por ignorancia o por malicia. Y resulta que desconfiando de sus consejos, por temor de que no os haya entendido, lo acusáis, como dije, de ignorante o sacrílego. ¿Estáis conforme en ello?
A todos los escrupulosos que se atreven a juzgar el dictamen de su confesor sería conveniente darles la respuesta de Monseñor Sperelli, obispo de Gubbio. Una religiosa combatida por los escrúpulos se atrevió a denunciar a su director como hereje, porque le había dicho que sus pecados no lo eran. "Decidme, contestó el Obispo, ¿en qué universidad habéis estudiado la Teología para saber más que vuestro confesor? Ocupaos en hacer calceta, y no deis cabida a ideas impertinentes".
Debéis, por lo tanto, obedecer sin pensar en otra cosa, creyendo que os ha comprendido bien el confesor. No debéis abrigar dudas sobre sus consejos, sino obedecer ciegamente y sin réplica, no investigando el por qué y entregándoos enteramente a su dirección. Porque si queréis examinar las razones de lo que os dice, os confundiréis más y más, y las inquietudes volverán con tormentos mayores.
Lo repito: obedeced ciegamente, los escrúpulos son una especie de pez, y más se adhieren cuanto más se les maneja; por eso habréis notado que si las reflexiones se prolongan, las tinieblas se aumentan. Tened siempre ante los ojos esta bella máxima de San Francisco de Sales: "Basta que tu padre espiritual apruebe el camino que llevas, para que no necesites investigar las razones". Y esta otra: "Nadie se ha perdido por obedecer". En una palabra, no olvidéis jamás que todos los que obedecen al sacerdote obedecen a Dios.
Sí, sí, me diréis; pero si me condeno por obedecer, ¿quién me sacará del infierno? Lo que decís no tiene razón de ser, porque la obediencia, que es el camino del paraíso, no puede conducir al infierno.
Pero descendamos a la práctica. Ordinariamente dos cosas atormentan a los escrupulosos: por lo que hace a lo pasado, dudan de todas sus confesiones; en cuanto a lo presente, es grande su temor de pecar en todo.
Quisieran a todo trance repetir las confesiones generales, esperando calmar así sus inquietudes. Mas ¿qué logran? Sólo caminar de mal en peor: sus confesiones únicamente sirven para despertar nuevas aprensiones y nuevos escrúpulos de haber olvidado algunas culpas o de no haberlas explicado bien. De donde resulta que multiplicar las confesiones es aumentar los tormentos. Por lo cual decía San Felipe Neri, el gran confesor de Roma: "Mientras más se barre una habitación, más polvo se levanta".
La confesión general es sin disputa utilísima para los que no la han hecho, para humillares en vista de los pecados de toda la vida que se presentan en conjunto, para inspirar más grande dolor de las ingratitudes con las que se han pagado los beneficios de Dios y formar resoluciones más generosas y eficaces, y finalmente, para dar a conocer con exactitud al confesor el estado de la conciencia, declarándole las virtudes que faltan, las pasiones y vicios a que se tiene más inclinación, para que el sacerdote aplique oportunamente los remedios y dé las instrucciones más convenientes.
Pero cuando ya se ha hecho bien una confesión general, es inútil repetir. Si más tarde sobrevienen dudas, ordinariamente hablando, y sobre todo, si no se recuerda haber ocultado nunca algo en las confesiones, no hay obligación de acusarse de nada, a no ser que se tuviere certidumbre de que tal o cual cosa fue grave y que ciertamente no fue declarada en la confesión.
Pero si mi pecado -replicaréis- fue verdaderamente grave y no lo he declarado, ¿me salvaré? - Os salvaréis. Todos los Doctores, con Santo Tomás, enseñan que si después de prudente investigación se olvida acusar algún pecado mortal, queda, sin embargo, absuelto indirectamente. En verdad, si el penitente recuerda bien o duda con fundamento no haberlo confesado alguna vez, tiene obligación de declararlo; pero no existe de ninguna manera la obligación, si puede juzgar prudentemente que lo acusó en las confesiones pasadas.
Esto se refiere a toda clase de penitentes. Pero los escrupulosos, según los Doctores, no están obligados a confesarse sino sólo de aquello acerca de lo que pudieran juzgar que fue ciertamente una falta grave y que jamás la han declarado en alguna confesión. La razón de esto es que, para una conciencia escrupulosa, recordar la vida pasada puede ser motivo de ruina y desesperación.
Cuando el penitente se encuentra turbado e incierto sobre si podría o no asegurar con juramento esas cosas, el confesor puede librarlo enteramente de la obligación de confesar las faltas de la vida pasada, porque en presencia de tan gran daño cesa la obligación de hacer la confesión entera, puesto que otros inconvenientes, menos graves, dispensan la integridad material, como enseñan comúnmente los teólogos.
Los escrupulosos deben comprender que las confesiones generales, útiles para otros, les serán dañosas y perjudiciales. Por eso los buenos directores jamás les permiten hablar de cosas pasadas, porque su remedio no está en explicarse, sino en callar y obedecer. No conviene, pues, escucharles en ese punto, y si una vez se les permite, se inquietarán mucho después cuando se les niegue esa licencia.
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