martes, 31 de marzo de 2020

Cap 36 - Continuación del precedente


Austeridades.

Cuando hacemos en todo nuestra propia voluntad, no teme el demonio que despedacemos nuestra carne. No teme la austeridad, sino la obediencia.


Cruz.

Menester es inmolar cada día nuestro corazón sobre el altar de la cruz, donde Jesucristo inmola el suyo por amor nuestro. La cruz es la puerta única para introducirnos al templo de la santidad; si buscamos otras, nunca lograremos entrar.


Alegrías mundanas y alegrías sobrenaturales.

No son los rosales espirituales como los visibles: en éstos las espinas perseveran y las rosas se marchitan; en aquellos pasarán las espinas, quedando las rosas.


Amor al prójimo.

Necesitamos tener un corazón bueno, dulce y amoroso con los demás, señaladamente cuando nos sirven de carga y disgusto, porque entonces no los amaremos más que por Jesucristo, y será más excelente nuestro amor, porque estará puro y limpio de condiciones caducas.


Cambio de confesor.

No se debe cambiar de confesor sin grave motivo racional; pero tampoco conviene ser invariable en todas circunstancias, porque pueden sobrevenir causas legítimas de cambio.


Amparo mutuo.

Gran parte de nuestra perfección consiste en ampararnos, protegernos y ayudarnos mutuamente, sufriendo las imperfecciones de los otros. ¿En qué podríamos ejercer mejor caridad al prójimo?


Confianza en la Comunión.

Comulgaremos resueltamente, en paz y con toda humildad, para corresponder a Nuestro Buen Jesús, que se abajó y anonadó tanto por venir a nosotros, que vino a ser nuestra comida y nuestro pasto, siendo nosotros pasto de gusanos.

No hay en el mundo cosa alguna sobre la que tengamos más perfecto dominio que sobre los alimentos que transformamos para nutrirnos, y Jesucristo ha llegado a este exceso de amor para darse por completo a nosotros.


Cosas pequeñas.

No atendáis de ningún modo a la importancia que de suyo tengan las cosas que hacéis, sino al honor que reciben con ser objeto de la voluntad de Dios, ordenadas por su providencia, dispuestas por su sabiduría; en una palabra, siendo agradables a Dios y conocidas como tales, ¿a quién pueden desagradar?


La muerte.

La muerte es horrible; esto es muy cierto; pero también lo es que la vida que sigue después y que Dios nos ha de dar es mucho más apreciables, y por eso no debemos desconfiar nunca: somos ciertamente miserables; pero nunca podremos serlo tanto como Dios es misericordioso con los que tienen voluntad de amarle y han puesto en Él sus esperanzas. El mejor remedio de todos contra el temor a la muerte es pensar en Aquel que es nuestra vida. Debemos unir siempre el recuerdo de nuestra muerte con el de la que sufrió Jesús para dulcificarnos tan duro trance. 


Vacilaciones inquietantes.

No debéis examinar si lo que hacéis es poco o mucho, bueno o malo, con tal que no sea pecado y tengáis de buena fe la voluntad de hacerlo por Dios. En cuanto podáis, ejecutad perfectamente lo que hacéis; pero una vez hecho, no penséis más sino en lo que sigue. Caminad sencillamente por el camino del Señor y no atormentéis vuestro espíritu.


Virtudes pequeñas.

Vayamos poco a poco, caminando cerca de la orilla, porque la alta mar nos trastorna la cabeza, produciéndonos convulsiones. Permanezcamos como la Magdalena a los pies de Jesús; practiquemos virtudes pequeñas, acomodadas a nuestra pequeñez: a pequeño pajarillo, pequeño nido.


Muerte de los más queridos parientes y amigos.

Lloro, en verdad, muchísimo en tales ocasiones; mi corazón, de piedra para las cosas celestiales, derrama por esos motivos torrentes de lágrimas; pero, lo digo para gloria de Dios, mi llanto es siempre dulce y con gran sentimiento de amor a la Providencia Divina. Después que Jesucristo amó la muerte y nos dio la suya por objeto de nuestro amor, no puedo sentir desagrado con la muerte de mis hermanas ni de nadie, con tal que haya sido por amor a la muerte de mi buen Jesús.

Os diré en amistosa confianza estas palabrillas: No hay hombre en el mundo que tenga más vivo disgusto que yo en todas las separaciones; tengo, sin embargo, por tan poco cosa esta vanidad de la vida terrena, que jamás me he dirigido a Dios con amor más ardiente que cuando ha permitido que se me hiera.

No hay comentarios:

Publicar un comentario