En el capítulo precedente nos hemos referido a las confesiones generales. En cuanto a las particulares y ordinarias, y tratándose de los que tienden a la perfección y comulgan con frecuencia, debe advertírseles que no es preciso que se confiesen todas las veces que comulgan. Basta que reciban la absolución una o dos veces por semana, y aunque cayesen en pecado venial con deliberado propósito, dice San Francisco de Sales, no es necesario abstenerse de la Comunión si no hay facilidad de confesarse, atendiendo a que, según el Concilio de Trento, hay fuera de la confesión otros medios para borrar las faltas ligeras, por ejemplo, los actos de contrición o amor a Dios.
Cierto día Santa Matilde, no teniendo oportunidad de confesar algunas negligencias, hizo un acto de contrición y recibió la Sagrada Eucaristía, mereciendo que Jesucristo le hablase aprobando su conducta.
Un sabio confesor decía que, a veces, cuando por desgracia se haya cometido algún pecado venial, la Comunión será más fructuosa sin absolución que con ella, porque se multiplicarán los actos de contrición y humildad, siendo así más aceptables las disposiciones.
Pero entiéndase bien que se trata de los que se imaginan pecar en todo lo que hacen y temen consentir en todas las tentaciones que se les presentan. Estos deben saber además:
Primeramente, que una cosa es sentir y otra consentir. Todos los movimientos de los sentidos, que naturalmente se producen, nunca son pecados mientras la voluntad no los acepte. Y nadie puede inquietarse por haber dado lugar a ellos cuando de la acción que los produce resulta algún bien espiritual o temporal.
Lo segundo, se ha de advertir que, para que se cometa pecado mortal, se necesita no sólo la plena advertencia del entendimiento, sino también el pleno consentimiento de la voluntad: si falta el uno o el otro, no habrá pecado grave. En caso de duda, como hemos dicho, los timoratos, y sobre todo, los escrupulosos, deben estar ciertos de no haber pecado gravemente cuando no lo pueden afirmar.
Ciertas almas demasiado tímidas, que siempre dudan haber consentido malos pensamientos, harían mejor en no acusarse de ninguna tentación en particular, por ejemplo, de odio, de incredulidad, de impureza. La razón es que, como arriba dijimos, al examinar si dieron o no consentimiento, o al estudiar manera de acusarse, avivan más la imagen de esos objetos y se inquietan más por el temor de haberles dado nuevo consentimiento.
A las almas de ese carácter es preciso no permitirles que se acusen de semejantes pensamientos, a no ser de un modo general, diciendo, verbi gracia: "Me acuso de las negligencias en desechar los malos pensamientos".
Los escrupulosos gozan de dos privilegios que les concede el común de los Doctores. El primero que no pecan jamás obrando con temor de escrúpulo, cuando obran por obediencia. Y no es necesario que en cada ocasión piensen que hacen bien obrando por obediencia. Para librarse de todo pecado, les basta un juicio virtual, es decir, formado desde antes.
Esto no es obrar con duda práctica, sino sólo con temor de pecar. Enseña Gersón que cuando la duda es práctica y nace de una conciencia formada, no es permitido obrar, es decir, cuando bien considerado todo y subsistiendo la duda, se juzga que no se puede obrar sin pecado. Pero cuando el espíritu está perplejo, oscilando entre esas dudas, no sabiendo a qué atenerse y dispuesto, sin embargo, a hacer lo que agrade a Dios, en este caso la duda no es práctica, sino simple temor, vano escrúpulo que debe despreciarse.
Así, pues, cuando se tiene la voluntad firme de no ofender a Dios y se obra en virtud de la obediencia que obliga a pasar sobre esos escrúpulos, no se peca, aunque se obre con temor y sin pensar actualmente en los mandatos del director espiritual.
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