Después de explicar claramente los motivos por los que se debe servir a Dios, nuestros Doctores procuran disipar la inquietud, muy frecuente entre los timoratos, sobre si avanzan o retroceden en el camino de la salud.
Lo hemos dicho: una de las más terribles tentaciones que asaltan a los que desean la perfección, es el saber, con la mayor certidumbre posible, si están en gracia. Cuando llegan a tranquilizarse sobre este punto, el demonio levanta toda una tempestad en esos espíritus, y les acometen vivos deseos de conocer exactamente la altura en que se encuentran en la montaña de la perfección. Cuando esta curiosidad excede los límites de la templanza, el mal espíritu se aprovecha, porque surgen de allí pensamientos de vanidad si se advierte adelanto, o de mucho desaliento si se nota alguna relajación.
A nuestro Bienaventurado Padre no agradaban los espíritus cavilosos, y decía que debemos caminar con orden y circunspección, o, como ordinariamente se dice, brida en mano. Y entre los mejores signos de progreso en la vida espiritual señalaba el de amar la corrección o la reprensión; porque así como es señal de buen estómago digerir fácilmente las viandas duras y groseras, así también es señal de salud y vigor espirituales el que podamos decir, como el Salmista: El justo me corregirá en misericordia, más el óleo del pecador no engrasará mi cabeza (Ps. XL, 5).
Cuando nos agradan las advertencias y consejos que nos hacen pensar en nuestro proceder, encaminándonos a la observancia de la ley divina, tenemos un gran testimonio de que detestamos el vicio y de que nuestras faltas proceden más bien de sorpresa, inadvertencia y fragilidad, que de malicia y propósito deliberado. Es parte de la salud el deseo de estar sano. El que ama la corrección ama necesariamente la virtud contraria al vicio que se le reprende. Mejores son las heridas de un amigo que los falaces ósculos del adulador.
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