Si por virtuosos que seamos no podemos estar sin pecados veniales en esta vida, mucho menos sin las imperfecciones que preceden a la deliberación y a la determinación de nuestra voluntad. Aunque tengamos la gracia, no estamos confirmados en ella y podemos caer. No es tan puro el oro que tenemos para que carezca de liga.
Algunos, demasiado celosos de la perfección, se turban desmedidamente cuando caen en alguna imperfección o en pecados veniales, y se enojan contra sí mismos, apocándose y desalentándose porque no pueden llegar a la cumbre de perfección imaginaria que ambicionan.
Pero todo ello no tanto procede del odio que tengan al pecado venial y a la imperfección porque desagraden a Dios, sino porque les desagrada a ellos mismos. Así dan a conocer un secreto y sutil amor propio, del que nacen, como de mala, aunque secreta raíz, esas agitaciones. Por el contrario, los que están más avanzados y firmes en el amor divino, lejos de inquietarse por sus caídas, sacan ventajas de su pérdida, humillándose más y más.
La humildad hace que no nos inquieten nuestras imperfecciones, acordándonos de las ajenas, porque nos decimos: ¿por qué habíamos de ser más perfectos que los otros? Y por el mismo principio no nos turban las ajenas, pues si tenemos imperfecciones, ¿por qué no las habían de tener los otros?
La humildad nos hace dulces con todos, con los perfectos, por reverencia; con los imperfectos, por compasión. La humildad nos hace recibir las penas con dulzura, sabiendo que las merecemos; los bienes con reverente confusión, porque no los merecemos.
No inquietarse después de las faltas cometidas es punto esencial de la vida cristiana, sobre el que insisten los maestros de espíritu. ¿Qué significa ese turbarnos y entristecernos después de cualquiera imperfección o pecado? Sin duda todo proviene de que creíamos tener algo bueno, algo firme y sólido. Por consiguiente, cuando llegamos a conocer nuestra nada, la inquietud se apodera de nosotros. Pero si nos conociésemos un poco, no nos admiraríamos de estar en tierra, sino de haber permanecido en pie por algún tiempo.
San Felipe Neri, cuando caía en alguna falta, exclamaba: "Señor, ved aquí todo lo que puedo hacer; os doy las gracias porque me habéis ayudado; de otro modo hubiera hecho una cosa peor".
Os quejáis de que se mezclan en vuestras vida muchas imperfecciones y defectos, contra el deseo que tenéis de perfeccionaros y progresar en el amor divino. - Respondo que mientras estemos en este mundo es imposible desprendernos absolutamente de nosotros mismos. Es preciso soportarnos hasta que Dios nos lleve al cielo.
Es, pues, necesaria la paciencia, y no pensar en curarnos en un sólo día de las malas costumbres contraídas por el poco cuidado que habíamos tenido de nuestra alma.
Ni el pecado venial ni la afección a él son contra la resolución esencial de la caridad, que es preferir a Dios sobre todas las cosas; por ese pecado amamos algo fuera de la razón; nos inclinamos a la criatura más de lo conveniente, pero no la preferimos al Creador; nos adherimos a las cosas terrestres, pero no abandonamos por ellas las celestiales.
En suma, esta especie de pecado nos detiene en el camino de la caridad, pero no nos aparta de él; no siendo contrario a esa virtud, jamás la destruye, ni en todo ni en parte.
Sin embargo, es pecado, y desagrada a la caridad, no como cosa que le sea contraria, sino como contrario a su progreso y a su intención, la cual consiste en que relacionamos con Dios todas nuestras acciones y ese pecado hace que sean fuera de Dios, pero no contra Él.
No obstante, cuando se tiene demasiada afección al pecado venial, nos expone a la pérdida de la caridad, por el peligro en que estamos de cometer culpa grave. Pero no os inquietéis de no recordar todas las faltas menudas en la confesión. Id humilde y francamente a declarar lo que hubieseis recordado, y para lo restante, arrojaos amorosamente en los brazos misericordiosos que levantan con dulce prontitud a los que caen sin malicia, para que no se desalienten, ni se aperciban siquiera de que han caído.
Los que se inquietan y turban por los pecados veniales, y no se contentan hasta que reciben la absolución, pueden compararse a los que son tan nimios en curar sus enfermedades, que concluyen por minar su salud a fuerza de medicamentos.
El mejor medio para borrar los pecados veniales es ciertamente la absolución sacramental; pero así como disminuiría presto la salud del que quisiese alimentarse sólo con viandas delicadas y exquisitas, así también el que, para la remisión de cada pecado venial que le viene a la memoria, se acerca todos los días al confesor, será no solamente importuno, sino escrupuloso.
No hay que inquietarse por algunos pecados veniales, efecto más de la flaqueza que de la malicia de nuestro corazón. No hemos de poder vivir sin cometer siempre algunos, porque sólo la Santísima Virgen María gozó de ese privilegio. Nos detienen en verdad un poco en nuestro camino, pero sin apartarnos de él, y una sola mirada de Dios basta para desvanecerlos. Sin con sólo mirar la serpiente de bronce sanaban los israelitas de la mordedura de las serpientes, ¿cuánto mejor quedaremos curados de las mordeduras leves de la serpiente infernal con sólo ver a Jesucristo clavado en la cruz? ¡Oh, cuán bueno es el Dios de Israel para aquellos que tienen su corazón recto!
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