Hay muchas señales para conocer a los escrupulosos; he aquí las principales:
1º. Ser propenso a temer y dudar por motivos frívolos y sin fundamento alguno racional.
2º. Ser inconstante en esas dudas y temores, y cambiar de parecer sólo por apariencias ligeras, teniendo como lícito lo que antes se creía pecaminoso, y, al contrario, por ilícito que se lo juzgaba indiferente.
3º. Experimentar en estas dudas y temores inquietudes, angustias y turbación de ánimo. Los remordimientos que vienen de Dios, por más que hieran el espíritu, no lo arrojan nunca en la ansiedad ni en las tinieblas.
4º. Si el que interrogado sobre el objeto de sus dudas responde que no encuentra pecado, y sin embargo teme y no se aventura a obrar.
5º. Mostrarse obstinado en su propio juicio; no tranquilizarse con los avisos de los doctos, ni aun con las enseñanzas del confesor, y terminar, después de todo, siguiendo el propio juicio.
Esta última señal es característica. San Francisco de Sales solía decir que los escrúpulos tienen su raíz en cierto orgullo fino y delicado que el Santo Doctor llamaba también elixir del orgullo, porque es tan sutil y desleído que engaña aun a sus víctimas.
Según el Bienaventurado Francisco, ved lo que acontece en los escrupulosos: "El que se encuentra atormentado por este roedor (que tanto trabajo cuesta exterminar de un alma) no se resuelve a descansar en el juicio de los prudentes; quiere, por el contrario, que su juicio predomine sobre el de los más hábiles. Mas si quisiera someterse y renunciar a su propio consejo, al punto quedaría curado".
"Si el texto de los divinos oráculos nos enseña que la desobediencia es un crimen semejante a la idolatría y al sortilegio, ¿qué decir de los escrupulosos que son idólatras de sus propios sentimientos, y de tal suerte adheridos a sus opiniones que se afirman en los malos propósitos a pesar de todas las amonestaciones y consejos?"
"Cuando se les dice que sus temores son vanos lo toman a burla; creen que no se les entiende o que no se explican bastante; y de todas maneras nunca quedan satisfechos".
La confesión y la comunión son para los escrupulosos el principal objeto de sus penas e inquietudes. Y nada más propio para tranquilizarlos que las sólidas y consoladoras doctrinas de los maestros de espíritu. Almas escrupulosas y timoratas, recibid confiadamente estos consejos y vuestra curación será el premio de vuestra fidelidad.
En cuanto a la confesión, San Alfonso empieza por recordar el dogma católico y las condiciones necesarias para recibir dignamente el Sacramento de la Penitencia. El perdón de los pecados, el aumento de gracia para no volverlos a cometer, la paz del alma y la energía para la virtud, tales son los preciosos efectos de la confesión. Para que se produzcan deben tener tres cualidades: integridad, contrición y sinceridad.
La integridad consiste en que la acusación sea de todos los pecados mortales no confesados o mal confesados. Por lo mismo, la integridad supone el examen de conciencia. "El que tiene la costumbre de frecuentar los Sacramentos, continúa San Alfonso, no debe atormentar su memoria para descubrir el número de los pecados veniales. Más bien desearía yo que se examinara el origen de las aficiones terrestres y del tedio para las cosas de Dios. Al expresarme así, me refiero a los que van al confesonario con la cabeza llena de lo que han visto u oído, y cantan siempre idéntica canción, acusando los mismos defectos, sin dolor y sin firme propósito de corregirse".
"Por lo demás, para los timoratos que se confiesan a menudo y evitan los pecados veniales de propósito deliberado, el examen no exige mucho tiempo. Si se tratase de pecados graves, tampoco es necesario atormentar la memoria, porque esas faltas por sí mismas se presentarán a sus ojos. Pueden haber cometido pecados veniales plenamente deliberados; pero los remordimientos no permitirán que se olviden".
"Además, no hay obligación de confesar todos los pecados veniales; y, por lo tanto, no se necesita hacer investigación exacta de su número y circunstancias. Y cuando no hay actualmente una materia cierta para la absolución, se debe de acusar cualquier pecado de la vida pasada que más excite a la contrición. Puede decirse, por ejemplo: Me acuso en particular de todas las faltas de mi vida pasada contra la caridad, la pureza y la obediencia".
Acusarse, pues, de alguna de esas faltas sobre las que hay seguridad de arrepentirse, sin entrar en detalle alguno, basta para asegurar la validez de la absolución, que de otra manera sería nula por falta de contrición.
¡Qué consoladoras son a este respecto las siguientes palabras de San Francisco! "No os inquietéis de ninguna manera, dice, si no recordáis todas vuestras faltas pequeñas, porque así como caéis a menudo sin apercibiros de ello, así también os levantáis frecuentemente sin percibirlo".
Las almas devotas, en efecto, obtienen el perdón de estas faltas ligeras por medio de sus actos de amor y otras buenas obras que tienen costumbre de practicar.
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