Cuando nos acontece caer por el repentino arrebato del amor propio o de otras pasiones, humillemos nuestro corazón, lo más pronto que podamos, delante de Jesucristo, y digámosle con respecto y confianza: "Señor, misericordia, porque soy enfermo". Levantémonos después con paz y tranquilidad, y continuemos el trabajo. No es preciso romper la cuerda o abandonar el laúd cuando se percibe un mal sonido; basta registrarlo para saber dónde se encuentra el defecto, y estirar o aflojar dulcemente la cuerda, según lo requiere el arte.
El primer medio para conservar la paz en las familias y con el prójimo es el apoyo mutuo; el segundo es el apoyo mutuo, y el tercero es el apoyo mutuo. Llevad mutuamente vuestras cargas, dice San Pablo, y así es como cumpliréis la ley de Nuestro Señor Jesucristo. La paciencia con nosotros mismos no es menos necesaria que con los otros.
La caridad, que es paciente y benigna nos obliga a corregir los defectos del prójimo con espíritu de dulzura y suavidad; y del propio modo nos hemos de corregir a nosotros mismos, según San Francisco de Sales, que no permitía que después de las caídas se levantasen sus hijos reprendiéndose con dureza y asperidad.
Pero, se dirá, ¿es bueno lisonjearnos y mirarnos al contemplar que nuestras llagas interiores se agravan por nuestra indiferencia? - ¿Y quién nos ha dicho que para corregir al prójimo es necesario lisonjearlo y mimarlo? ¿No sería éste el óleo del pecador, con el cual no quería el Salmista que se le ungiese la cabeza? ¿No sería laudable imitar al buen Samaritano que derramó el óleo dulce y el vino amargo en la llaga del enfermo, mezclando la dulzura de las palabras con lo amargo de la reprensión?
Reprender al prójimo injuriándole y amenazándole, no es corregirlo, sino irritarlo y provocarlo para peores cosas. Es poner hiel en su alimento y vinagre en su bebida.
Y si debemos sazonar de esa suerte las reprensiones al prójimo, poniendo en ellas más aceite que vinagre, ¿por qué habíamos de ser menos misericordiosos con nosotros mismos, puesto que ninguno tiene odio a su propia carne? Y si debemos hacer con los otros lo que queramos que hagan con nosotros mismos, ¿por qué no haremos con nosotros mismos lo que la recta razón nos dicta hacer con los otros?
Tenéis, pues, una excelente lección, y cuando os acontezca caer en defectos, examinad si estáis firme en la resolución de servir a Dios, y veréis cómo estáis resuelto a sufrir mil muertes antes que ofenderlo. Preguntad a vuestro corazón por qué está tan decaído, y os responderá: "Me siento sorprendido, y no sé cómo; me siento fastidiado, y no sé por qué". ¡Ah! perdonadlo, porque no es infiel, sino débil. Es bueno corregirlo, pero tranquila y suavemente, sin turbarlo ni entristecerlo.
Corazón mío, amigo mío, debemos decirle, levántate en nombre de Dios; llénate de aliento y valor; caminemos, guardémonos, y confiando en Él, lograremos la victoria.
Tampoco el Santo quería que se exageren las faltas, no por complacencia con ellas, sino para evitar el desaliento que podría sobrevenir por la desmedida humillación. Es preciso ser justo y tomar el término medio: humillarse sin desanimarse, y animarse sin perder la humildad.
No debemos admirarnos ni entristecernos al ver nuestras imperfecciones, porque sin duda así hemos de estar todas la vida. Pero hay un remedio: humillarnos; y así repararemos con creces nuestras pérdidas, como se dijo antes.
Haced como los niños: mientras que van de la mano con la madre, caminan confiada y valerosamente, sin temer caídas. Pensad, pues, que camináis de la mano con Dios, que os da la resolución firme de no ofenderlo, y andad siempre confiada y valerosamente, sin temer esas pequeñas faltas y recordando que a veces reposáis dulcemente sobre el corazón de Jesús, dándole el ósculo de la caridad. Andad, pues, siempre gozoso, y si no podéis, al menos con ánimo y fidelidad.
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