Un día dijo el Salvador a la misma Santa Margarita que sus temores le impedían avanzar en la perfección. No retrocedáis, pues, en vuestro camino por esas pequeñeces, si vuestro amor es sincero; ni penséis que Dios lanzará los rayos de su cólera sobre vuestra alma por todo pecado leve que cometáis.
"Hijas mías, decía Santa Teresa de Jesús, no creáis
que Dios se fija en pequeñeces como lo pensáis; no dejéis que se apoque vuestro
corazón, porque perderéis muchos bienes; bastará que vuestra intención sea
recta y firme vuestra voluntad de no ofenderlo".
Además, tened siempre delante de los ojos este gran consejo
que San Felipe Neri no cesaba de repetir a sus penitentes: "Tened
confianza en el confesor, porque Jesucristo no permitirá que se engañe. El medio
más seguro para romper las redes del demonio es hacer la voluntad del que debe mandarnos, así como nada es más dañoso que conducirse por sí
mismo".
En vuestras oraciones pedid, pues, a Dios la preciosa virtud
de la obediencia. No lo dudéis; obedeciendo habréis asegurado vuestra
salvación.
A toda esta doctrina de San Alfonso, agregaremos las
enseñanzas, no menos seguras y consoladoras, de otros maestros de la vida
espiritual.
Los exámenes rigurosos sobre faltas ligeras indican a menudo
mucho amor propio, y lejos de producir adelanto en la virtud, causan
ordinariamente mayor embarazo de conciencia.
Este trabajo excesivo que se toma para aclarar las dudas,
así como las inquietudes que vuelven por ello, enfrían la devoción, disipan el
fervor y privan de examinar las faltas reales y los verdaderos defectos. Es
máxima segura de San Francisco de Sales que, no siendo de propósito deliberado,
no hay que temer mucho las faltas ligeras, cuyas ocasiones se multiplican. La
demasiada aprensión sobre ellas nos arrojaría en un mar de perplejidades
continuas, deteniendo nuestros pasos en el camino espiritual.
Un viajero que hace grandes jornadas, aunque a veces
retroceda un poco o se aparte de la vía, llegará más presto al término que
algún otro que, marchando con mil precauciones, no da paso inútil, pero camina muy despacio, con toda circunspección, viendo dónde pone el pie, para no
tropezar con alguna piedrecilla que le hiera las plantas, para no levantar el
polvo que pudiera ofuscarlo, y volviéndose hacia todos los senderos, se detiene
en examinarlos, atormentado por el temor de desviarse un poco.
Lo que importa, pues, en este asunto no tanto es el temor de
hacer pecado venial en todas las cosas, sino el firme propósito de no cometer
deliberadamente ninguno.
El que tenga esta resolución podrá decirse, para obtener la
tranquilidad en sus dudas: "Odio el pecado y evito las ocasiones.
Mi resolución ordinaria es no cometer ninguno, aun de los más ligeros; si caigo
por debilidad, al menos no tengo la costumbre. En cuanto al pecado mortal, me
parece que lo aborrezco mucho más que todos los males del mundo, y es una
prueba de ello la gran pena que sufro sólo de imaginarme que puedo caer en ese
abismo. ¿Qué mal he hecho yo en esta circunstancia, objeto de mis inquietudes?
Si soy culpable, no puede ser más que de alguna negligencia o debilidad poco
advertida. Es muy improbable que haya consentido plenamente en el crimen.
El hombre no pasa jamás en un instante y sin intermedio de una extremidad a
otra; es imposible que en un punto caiga de las alturas de la perfección a la
rebeldía contra Dios y al pecado mortal. Sólo por grados se desciende; el
descenso, en verdad, es rápido a veces, pero no instantáneo. Nadie se
precipita; algunos bajan solamente de Jerusalén a Jericó. Para pecar
mortalmente se necesita consentimiento perfecto, y tengo razón al pensar que si
en esa circunstancia hubiese tenido toda mi libertad y toda mi reflexión, el
pecado mortal hubiera excitado en mí horror idéntico al que ahora me
turba".
Así puede reflexionar a los pies de Jesucristo el que se
siente atormentado por vanas inquietudes.
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