Después de tranquilizar a las almas devotas sobre su estado delante de Dios, conviene darles a conocer en qué consiste el verdadero amor que hemos de ofrecerle. Este conocimiento es necesario para preservarlas de ciertas ilusiones, contra las que importa tenerlas prevenidas.
Para ser dignos de Dios, nuestro amor no ha de ser mercenario ni servil, sino de complacencia y benevolencia.
El amor mercenario dice: "No serviría yo a Dios, si no esperase el premio eterno".
El amor servil dice: "No serviría yo a Dios si no temiese el infierno". Formulados así, ambos amores son un verdadero desorden, pues nos hacen preferir nuestro interés a la voluntad de Dios.
El amor de complacencia cree todas las verdades reveladas por Dios, sólo porque Él quiere que las creamos; se alegra de la hermosura y perfección de Dios, porque Él se deleita en ellas, y en ellas constituye su felicidad; y del mismo modo, ese amor pone el último fin de su complacencia en el interés de Dios y nunca en el propio.
En suma, dice nuestro Bienaventurado Padre, el alma que se ejercita en el amor de complacencia grita perfectamente desde su silencio: "Me basta que Dios sea Dios, que su perfección sea infinita y su bondad inmensa; poco importan para mí la vida y la muerte, pues que mi bien, mi amado, vive eternamente con una vida gloriosa". Ni la muerte misma puede, en verdad, entristecer al corazón así enamorado; le basta saber que aquel a quien ama más que a sí mismo está colmado de bienes eternos. El que de veras ama, vive más bien en el amado que le anima; no vive en sí, sino que el amado es el que vive en él.
Pasemos al amor de benevolencia. Para comprenderlo es menester distinguir en Dios dos suertes de bienes: el uno interior y el otro exterior. El primero es Dios mismo, porque en Él la bondad, así como los otros atributos, no se distinguen de su esencia. Y siendo infinito, no puede sufrir menoscabo por nuestros vicios, ni recibir aumento alguno por nuestras virtudes; y en este sentido dice el Salmista que no necesita Él de nuestros bienes (Ps. XV, 2).
Pero hay en Él otra especie de bien que es exterior, y que, por más que le pertenezca, no está en Él, sino en sus criaturas, así como las riquezas del rey están en manos de sus tesoreros y oficiales. Este bien exterior está constituido por los hombres, por los actos de obediencia, los servicios y homenajes que le deben y le rinden sus criaturas, las cuales están destinadas a su gloria como último fin.
Este bien es el que podemos, con la gracia, querer y dar a Dios, pudiendo de esta suerte aumentar su gloria exterior, la que asimismo podemos disminuir con nuestros pecados.
Podemos desear a Dios este mismo bien con deseos imaginativos, tales como el que se atribuye a San Agustín, y que nuestro Bienaventurado Padre formula en los siguientes términos: "Señor, bien sé que sois Dios y yo soy Agustín; pero si alguna vez, realizándose un imposible, vos fueseis Agustín y yo fuera Dios, querría cambiar con vos, y ser Agustín para que vos fueseis Dios".
Lo que sigue nos dará, dice el autor de El Espíritu, una idea clara del amor verdadero. Me era conocido, tanto por las enseñanzas de nuestro Bienaventurado Padre, como por la reflexiones sobre sus propósitos y sus actos, lo que tuve la dicha de saber posteriormente por sus biógrafos y por un virtuosísimo eclesiástico que fue confesor ordinario de San Francisco: que ninguna de sus acciones era por evitar el infierno ni por adquirir el paraíso, sino única y simplemente por amor a Dios, temiéndole porque le amaba y amándole porque Él lo merece, sin consideración alguna mercenaria o servil.
Sobre este asunto le oí referir con mucho agrado el ejemplo de una mujer amantísima de Jesús, la cual decía que quisiera poder apagar el infierno e incendiar el paraíso para que Dios fuese amado y servido en adelante por sí mismo, no por temor a las penas ni por esperanza del premio: esta esperanza y este temor son buenos, ciertamente, pero con tal de que no se ponga en ellos, voluntaria y deliberadamente, el fin último de las acciones, no absteniéndose del pecado sino sólo por temor a la pena, y prefiriendo la merced a quien la da. Este desorden es sin duda un gran pecado.
El Santo trabajaba mucho con sus hijos para arrancarles del corazón las intenciones siniestras y menos puras, enseñándoles a encaminar todas las acciones con derechura a Dios, y refiriéndolas únicamente a su gloria.
El temor de que esta importante doctrina produzca escrúpulos en las almas tímidas nos obliga a transcribir las siguientes explicaciones, tomadas de El Espíritu:
"Los motivos mercenarios o serviles, aun interesados, no dejan de ser buenos en los pecadores para disponerlos a la gracia santificante, y en los justos, que se abstienen de pecar principalmente porque desagradan a Dios, y después, por no condenarse. No es malo, como dice el Concilio de Trento, hacer el bien primeramente para glorificar a Dios, y también, como cosa accesoria, para lograr la bienaventuranza eterna, que Dios ha prometido a los que en su amor y por su amor ejecutan actos de virtud. En los momentos de gran tentación, los más justos pueden servirse del temor servil y mercenario".
No me mueve, mi Dios, para quererte
ResponderEliminarel cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
Anónimo