Otra señal de adelanto en la perfección es la solicitud cada día más cuidadosa en la recepción de los sacramentos, principalmente en la penitencia. Pero el demonio nada omite para alejarnos de ellos o para que los recibamos con indiferencia y por rutina. Para muchísimos la confesión es un espanto. La vergüenza de manifestar sus faltas, el temor de perder la estima del propio confesor y otros pretextos igualmente vanos, los retienen lejos de la piscina saludable en la que con la paz recobrarían la vida. Pobres almas, escuchad y tranquilizaos:
"Cierto sujeto, conocido de San Francisco de Sales, resolvió hacer con éste una confesión general, venciendo la extrema repugnancia que le detenía. Logrólo al fin, y lo hizo refiriendo un crecido número de pecados de la juventud. Muy satisfecho el Santo por la buena disposición del penitente, no se detuvo en expresarle su contento y alegría.
- "Eso hacéis para consolarme, manifestó el penitente; pero ¿será posible que en realidad estiméis a tan gran pecador? - Sería yo verdadero fariseo, replicó el Santo, si después de recibida la absolución de vuestras faltas os mirase como pecador; a mis ojos estáis más blanco que la nieve y tan limpio como Laamán saliendo del Jordán. Fuera de esto, ahora debo amaros doblemente; os considero como hijo que acabo de engendrar en Jesucristo".
"En cuanto a la estimación, sabed que se redobla a proporción del amor que os tengo; pues de vaso de ignominia que erais, os veo ya convertido en vaso de honor y santificación por la mudanza que ha hecho el Altísimo. No porque San Pedro pecó mudó Jesucristo la voluntad que tenía de constituirlo jefe de la Iglesia; atendió más a sus lágrimas que a su caída, más a su penitencia que a su pecado".
"Además, sería yo tan insensible como una piedra si no participase del gozo con que los ángeles del cielo celebran vuestra conversión. Tened por cierto que las lágrimas que he visto en vuestros ojos han causado en mi corazón el mismo efecto que el agua de los herreros en el fuego de sus fraguas, que lejos de apagarse se aviva más y más: ¿cómo no amar vuestro corazón si está amando actualmente a Dios con todas sus fuerzas?"
Salió aquel hombre del tribunal de la penitencia tan satisfecho que, según dijo después, en nada tenía mayor complacencia que en confesarse. Su continuo clamor era del Rey Profeta: Lávame todavía más; y llamaba a nuestro Bienaventurado Padre el ángel de la piscina probática.
Otro gran pecador, levantándose del tribunal de la penitencia, decía: -¡Dios mío, me habéis engañado! Sólo el pensamiento de confesarme producía en mí temor y angustia indecibles; pero después de confesar mis faltas, siento una dulzura inefable que no puedo explicar, pero que no olvidaré en mi vida.
La razón de este consuelo se adivina sin trabajo. El pez que vuelve al agua se encuentra bien; del mismo modo, el hombre que vuelve a su elemento, es decir, a sus verdaderas relaciones con Dios por la gracia santificante, experimenta un bienestar mayor que todo goce humano. La justicia y la paz se dan entonces un ósculo; la verdad nace desprendida de los cielos, y el orden quebrantado se restablece.
La Escritura Santa atestigua que la acusación sincera y dolorosa de los pecados es agradable a Dios. Mas como el remedio parece amargo a quienes pareció dulce el vicio, no es pequeño estímulo para animarles el decirles que esta declaración glorifica a Dios, así como nuestras culpas lo deshonran.
San Francisco no hablaba mucho de la fealdad y horror del pecado a los que veía inclinados a la penitencia. Y en efecto, aunque la infamia y vileza del pecado, así como los males que ocasiona en esta y en la otra vida, son buenos motivos para reducir a los obstinados al arrepentimiento, si no se pasa de aquí, sólo se logrará producir en ellos esa contrición imperfecta e interesada que llamamos atrición.
Pero considerar la gloria, el amor, el honor e interés de Dios, excita a la verdadera contrición amorosa que borra el pecad aun sin la confesión efectiva, con tal que se tenga deseo de ella. Escúchense las propias palabras de nuestro Bienaventurado Padre.
Cuando nos pica el escorpión es venenoso; pero su aceite es gran medicina contra su propia picadura. El pecado no es vergonzoso sino cuando lo cometemos; pero convertido en confesión y penitencia, es honroso y saludable.
"La contrición y confesión son tan bellas y de tan buen olor, que quitan la fealdad y disipan la hediondez del pecado. Simón el leproso decía que la Magdalena era pecadora; pero Jesucristo sólo habló de los perfumes que había derramado a sus pies y de su grande caridad. Si somos en realidad humildes, nuestro pecado nos desagradará infinitamente porque es ofensa de Dios; pero la acusación de nuestras faltas será para nosotros dulce y agradable porque Dios es honrado en ella".
¡Oh! ¡Cuánto más eficaces y poderosos son los rayos del sol para despojar al hombre, que el soplo arrebatado del cierzo! Aléjate, aquilón, y ven tú, viento caluroso del Mediodía, y sopla sobre el jardín de nuestras almas, y se desvanecerá toda fetidez, y nuestros perfumes se elevarán a Jesucristo en olor de suavidad.
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