La práctica habitual de estas virtudes pequeñas, compatibles con nuestra posición, basta para que nos aseguremos de estar bien con Dios. Pero hay algunos que no lo entienden así. Para estar ciertos de que están en gracia necesitan, o una virtud brillante, o una especie de revelación de la que puedan inferirlo. De otra manera, su inquietud es continua, y destruye toda energía para el bien, disipa el gozo del corazón y es tormento en vida y terror en la muerte.
La tentación de las tentaciones es, según mi juicio, dice El Espíritu de San Francisco de Sales, y la que molesta a muchos devotos, es la de saber si están en gracia; y saberlo con una certeza más que moral y de simple conjetura, que es con la que Dios quiere que nos contentemos.
Sin certidumbre, revolotean esas almas como mariposas alrededor de la llama, y muchas queman así sus alitas. El que escudriña la majestad será oprimido por la gloria (Prov, XXV, 27) nos dice el Espíritu Santo, y quien quisiere sondear los secretos de Dios caerá en laberintos, sin salida.
Hallábase una pobre alma ni más ni menos como se ve una abeja en la tela de una araña, esto es, temerosa en demasía y acometida por doquiera de la desconfianza y de la angustia: nuestro Padre le dio un consuelo tan colmado de unción, que me parece un bálsamo precioso para semejantes llagas. Eso de examinar, le dijo, si vuestro corazón es agradable a Jesucristo, no conviene; pero sí es muy necesario que examinéis si a vos agrada el suyo. Si miráis bien su Corazón, es imposible que no os agrade, siendo, como es, dulcísimo, suavísimo, condescendiente y amantísimo de cuitadas criaturas, siempre que éstas reconocen su nada; afabilísimo con los miserables y óptimo con los penitentes. ¿Y quién no amará este Corazón verdaderamente de rey, de padre y de madre para con nosotros?
Uno de los mejores signos para conocer si somos agradables a Dios, es cuando Dios nos agrada. Si nos acercamos a un espejo, éste refleja la expresión triste o alegre de nuestro rostro. Dios también ama a los que le aman, honra a los que le honran y muestra agrado a los que se lo muestran. ¿Deseáis saber cómo estáis ante Él? Mirad de que manera está Él ante vosotros.
Una de las mayores angustias y perplejidades que puede sufrir un alma amante de Dios, es ignorar si verdaderamente le ama y está en gracia con Él. Para saberlo, nuestro Bienaventurado Padre tenía la costumbre de indicar dos medios:
El primero y más cierto consiste en visitar con las luces de un examen detenido la Jerusalén de nuestra alma, para ver si en su fondo reside la firmísima e invariable resolución de no ofender jamás mortalmente a Dios con propósito deliberado.
El segundo en investigar si tenemos un firme y constante deseo de amar a Dios. Al decir constante y firme, el Santo entendía un deseo eficaz, no esas voluntades imperfectas que en la escuela se llaman veleidades, y son como esos débiles vapores que se elevan por las mañanas de los lugares pantanosos para disiparse presto. Estos deseos de desear, estos quereres de querer, son fantasmas de deseos y abortos de voluntad.
Cuando hablaba de deseos, se refería a las afecciones que verdaderamente nacen de la voluntad; y decía que los que desean amar a Dios, en realidad le aman.
El que desea, por tanto, amar a Dios, no sólo tiene el principio del amor, sino el amor mismo, puesto que el deseo es hijo del amor, así como ambos son hijos de la voluntad. Si este deseo precediese al amor, sería como una planta que diese el fruto antes que la flor.
Estas doctrinas de San Francisco de Sales son de gran consuelo para muchos espíritus atribulados, que deberían acordarse de ellas en los momentos de angustia.
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